Sergio Ramírez
Jorge Luis Borges dice que le empresa de leer por completo las Mil y una noches puede llevar a la locura. He probado a desmentir a Borges intentando ese ejercicio desmedido de lectura, la primera vez en la adolescencia, y lo he conseguido ya tres veces, la última hace unas pocas semanas, sin más consecuencias que un encandilado sentimiento de epifanía, como ocurre siempre que uno se halla de frente a la majestad del milagro, los pies en el aire como si levitaran encima de la superficie encrespada de un mar de ilusiones y de portentos donde no hay sentido de la mesura.
Es un mar sin sosiego de más de tres mil páginas, si uno se atiene para este ejercicio que bien recomiendo a la traducción desde el árabe clásico al francés del doctor Mardrus, que Rubén Darío prefería por encima de la de Garland, o la de Burton, a las que mejor acude Borges. Y fue la versión francesa del doctor Mardrus la que Vicente Blasco Ibáñez, tan famoso en su tiempo como Gabriel García Márquez, y leído por igual en las barberías, utilizó para la versión en español que yo conservo desde hace medio siglo, en sus dos tomos en papel biblia, empastados en rojo maravilla.
La propuesta narrativa de Las mil y una noches es de una arquitectura perfecta, y en sí misma un acto de suprema imaginación: el califa Schahriar, engañado por su esposa con un negro entre los negros, de generosa dotación, manda decapitarla y decide, además, vengarse de las mujeres, ejecutando una tras otra a todas las jóvenes de su reino tras casarse con ellas, después de cumplida la noche nupcial. No queda ninguna otra para ir al sacrificio sino Scheherazada, la hija del Gran Visir, quien se ofrece a correr el riesgo de la muerte con el designio de contarle al califa sanguinario una historia cada noche.