
Sergio Ramírez
Los muertos provocados por el ciclón Nargis en Myanmar, la antigua Birmania, han superado ya los cien mil, una de las mayores catástrofes de los últimos tiempos. La Junta Militar se ha negado hasta ahora a aceptar ayuda internacional que no sea administrada por la propia dictadura, lo que ha dejado en el desamparo a millones de damnificados. Y el referéndum político al que la propia Junta había llamado, se celebró de todas maneras una semana después de ocurrido el desastre, una verdadera pantomima electoral entre ruinas y cadáveres. Los militares no querían sino demostrar que su poder no puede ser sacudido ni por un huracán capaz de dejar tantos miles muertos a su paso, y que el país se hallaba en la más completa normalidad.
Esto de que la apariencia de normalidad es más importante que los desastres letales provocados por la naturaleza, me recuerda al dictador de Guatemala de principios del siglo veinte, Manuel Estrada Cabrera, que emitió cierta vez una declaración negando que el país estuviera bajo ninguna erupción volcánica, vil mentira fraguada por sus enemigos para desacreditar a su gobierno ante el mundo civilizado.
La declaración era leída por un ujier de palacio en las esquinas bajo la necesaria luz de un farol, porque las cenizas del volcán Pacaya, en plena erupción, oscurecían la luz del sol.