
Sergio Ramírez
Los cigarros habanos de la era Kennedy, que llegaban a la Casa Blanca de contrabando, y los cigarrillos que van desapareciendo aún de calles y parques, donde la prohibición de fumarlos se extiende de manera implacable, se deshacen en puro humo placentero, y ni siquiera responden a las funciones biológicas esenciales. Por tanto son abominables pecados volátiles, sin esencia ni justificación ninguna ante las altas potestades morales. Pero los cigarros habanos aún se defienden frente a las severas campañas de salud, quizás porque sus precios de lujo los reducen al consumo de una elite que ya puede morirse sola, sin riesgos de que cunda su mal ejemplo.
Fidel hace tiempos había dejado de fumar, puritano como fue volviéndose en muchos sentidos ante el avance de la edad. Una vejez sin excesos, comportarse frente a las cámaras de televisión, de pie ante las tribunas, como un buen padre de familia austero y sin vicios, que puede enseñar lecciones sacadas de los pecados del pasado.
Terminó así abominando de los aromáticos habanos fabricados especialmente para él, una provisión siempre a mano a cargo de un ayudante, algo que Kennedy ya no tuvo tiempo de hacer, aunque es dudoso que hubiera dado ese paso. Ya sabemos que de puritano no tenia nada, según abundan los ejemplos en sus biografías: la falta de ejercicio sexual le daba dolor de cabeza. Sería que como buen católico irlandés bien sabía que los pecados siempre son remitidos, aún en el último momento, mientras que en el cielo de Fidel nunca hubo santos de los que ocultarse.