Sergio Ramírez
Celebramos este año el centenario del nacimiento de Joaquín Pasos. La precocidad, unida a una intensiva formación literaria, ha producido en Nicaragua esa imagen del "poeta niño", el primer título que tuvo el propio Darío, quien desde temprana edad era capaz de tocar todos los registros musicales en sus versos. Después de Salomón de la Selva, el siguiente sería Joaquín Pasos, el benjamín del grupo de vanguardia. Y el último, Carlos Martínez Rivas.
Pero entre todos, el poeta que nació siendo poeta y que vio al mundo como un poeta desde que andaba en pañales hasta su temprana muerte, es Joaquín Pasos. Su poesía nunca dejó de ser la poesía de un niño asombrado por la inocencia y las crueldades del mundo, como empieza expresándolo en Desocupación pronta y si es necesario violenta, el poema de pantalones cortos donde reclama la salida de Nicaragua de las tropas de ocupación de los Estados Unidos; asombro que culmina con Canto de guerra de las cosas, su elegía ante los horrores de la segunda guerra mundial.
Algunas vez oí decir a Coronel Urtecho, cuando a comienzos de los años sesenta recién había vuelto de Madrid y los adolescentes aprendices de escritores lo seguíamos en viajes de ida y vuelta por la calle Candelaria de Managua, oyéndolo perorar sin tregua, que Neruda era un animal que resollaba poesía.
Siempre medité sobe aquella afirmación, y entendí que se podía ser poeta como resultado de una función biológica, como el sudor o la orina, que es lo mismo que me pareció hallar en Joaquín Pasos. Lo releo por el puro deleite de entrar en la poesía como en una casa sin puertas ni cerrojos, y en la que siempre hay música y voces armoniosas; pero lo releo también para cerciorarme de esa calidad natural tan suya de exudar poesía, o de dibujarla con inocencia en las paredes de esa casa encantada, como un niño armado de un mazo de lápices de colores.
Con esos lápices traza el ambiente telúrico de su paisaje natal, el barro de los caminos, los frutos tropicales, la majestad de los volcanes, los indios dormidos como parte misma del paisaje inmóvil. Esta aproximación podría parecer demasiado tradicional y por tanto nada moderna, pero cuando pinta, o dibuja todo lo que puede ver y tocar, sentir, oler y respirar de cerca, transforma ese entorno en imágenes que irán a dar a un lenguaje que será capaz de representar, en las palabras, una realidad paralela.
Cuando Ernesto Cardenal tituló la selección de la poesía de Joaquín que se publicó en México como Poemas de un joven, aludía a esa calidad primeriza, y primigenia, de una poesía siempre en estado futuro, en la que sobran los artificios; Joaquín Pasos, que murió a los 33 años, víctima de la bohemia provinciana, no recorre ningún proceso que vaya desde la inocencia de sus primeros versos, a la madurez. Es una poesía sin intermediaciones, la poesía del niño que siempre canta en la cuna, aunque se trate de los peores horrores de la vida y de la muerte.
Es, por tanto, una poesía que nunca llegó a adocenarse, ni a meterse dentro de ningún corsé escolástico. Espontánea siempre, Cardenal la organizó en cuadernos del nunca: poemas de un joven que no ha amado nunca, poemas de un joven que no ha viajado nunca….es la poesía siempre vital de la inexperiencia, del desconocimiento, del aprendizaje que no ha comenzado, y que por eso mismo sólo puede ofrecer la pureza de la imagen capaz de reflejar la realidad de primera intención, la búsqueda de esa imagen paralela a la percepción sensorial, que confirma el viejo dictum de Rubén: yo persigo una forma que no encuentra mi estilo….
Lo cual es, en todo caso, la empresa perpetua de la poesía, encontrar la palabra que haga calzar la imagen que a su vez haga calzar la idea, para que a su vez nos ofrezca un reflejo, aunque sea distante y difuso, del universo entero; en el caso de Joaquín Pasos visto con los ojos del niño que nunca dejó de ser.