
Sergio Ramírez
Ginebra al atardecer. Rue de la Tacconnerie, rue de Soleil Levant. Galerías de arte que parecen mausoleos, tiendas de antigüedades hundidas en la penumbra. Resuenan los tacones de una mujer sobre el empedrado, en el silencio absoluto donde no se oye siquiera flamear los pendones medioevales que adornan los muros en lo alto de la fortaleza del Hotel de Ville. Cañones viejos amontonados bajo una bóveda al lado de los Archives de Etat. En las mesas del restaurante sacadas a la calle, los comensales parece que más bien conspiran.
Más allá de la placita, la Gran Rue como un túnel al aire libre, un set de cine desierto donde todos se fueron hace tiempo después de la filmación. Allí vivió sus últimos días Borges, en la segunda planta del número 28, en un apartamento tomado en alquiler por sus editores suizos. Una placa con una alabanza suya a las bondades de Ginebra, así lo recuerda.
Cuadras más allá, partiendo de la Place du Cirque, se abre el Boulevard de Saint Georges, de empaque burgués, que me lleva hacia el cementerio de Planpalais, al que se puede entrar también por la rue de Rois, que es lo que hago. La tumba de Borges, a un tiro de piedra del Ródano, que igual que todo en Ginebra, discurre en silencio. Límites, el poema que la memoria guarda intacto. ¿Y el incesante Ródano y el lago, todo ese ayer sobre el cual hoy me inclino?