Sergio Ramírez
El festival literario Atlantide se celebra en una antigua fábrica de galletas convertida en centro cultural. Nantes es una ciudad pródiga en espacios para la gente, lo que define el sentido de una verdadera urbe moderna. Junto a las aguas del Loire se abren espacios verdes y parques de diversiones, uno de ellos con animales mecánicos gigantes, como salidos de la mente de Julio Verne, el más famoso de los nanteses; y en la otra rivera se bajan las gradas hacia un museo donde se recuerda el tráfico de esclavos que hizo rico a este puerto: en el piso están inscritos los nombres de cada uno de los barco negreros que iban por su carga al África con destino a América. Una flota de nombres engañosamente pintorescos que parecen navegar en el asfalto.
El sitio que aloja al festival recoge las viejas iniciales LU de la fábrica de galletas, y se llama el Lugar Único. En sus salones, donde antes estuvieron los hornos, las máquinas y las bodegas, se realizan ahora las mesas redondas entre escritores que hemos venido de diferentes partes del mundo, Canadá, Líbano, Haití, Nigeria, México, Colombia, Camerún, Irak, Francia. Ucrania y Nicaragua.
Una de las noches del festival, su director Alberto Manguel ha organizado una lectura colectiva de textos de autores censurados, o reprimidos, que viene a ser un homenaje a un ausente, el argelino Hubert Haddad, a quien las autoridades de su país no permitieron la salida, temerosas de la repercusión de sus posiciones en contra del fundamentalismo religioso que aflige a Argelia y a tantos otros países del mundo árabe
Me toca compartir la mesa de diálogo con el novelista Yuri Andrukhovych, bajo un título sugerente, Naturaleza Política. Dos novelistas de países distantes. Uno, el mío, fuera de los focos internacionales hoy en día; el otro, el de Yuri, sometido a la amenaza de ser dividido en pedazos, otra vez como en el pasado.
Yuri es autor de La Moscoviada, una novela acerca de sus años de joven escritor residente en Moscú. El poder fantasmagórico que reina desde el Kremlin, surge de las catacumbas y desciende hacia ellas; las catacumbas donde circula un metro exclusivo para los jerarcas del partido, esa eterna casta que tantas veces ha resucitado de los sarcófagos de la historia, zares o comisarios, o agentes secretos coronados.
En el curso de nuestro diálogo cuenta acerca de la suerte repetida de Ucrania, la apetecida joya de la corona del imperio ruso. Es la presa siempre en riesgo de ser devuelta a las voraces fauces abiertas del vecino codicioso. Para tener en Ucrania a un país dócil y leal, el dictador Viktor Yanukóvich fue mantenido en el poder y luego de su caída frente a la rebelión popular del Maidán, huyó a Rusia. Y lo que quedó al descubierto fue la obscenidad de la corrupción amparada en aquel concubinato.
Toneladas de lingotes de oro escondidos en los sótanos de las mansiones de los jerarcas, colecciones de autos de lujo, centenares de trajes y zapatos, miles de fajos de euros, de rublos, de dólares. Hay un momento en que la la acumulación de riqueza se convierte en un vicio insaciable. Atesorarlo todo. Por eso es que la gente no salía de su asombro cuando tras hacer fila por horas entraba en el palacio donde vivía Yanukóvich, y contemplaba aquel lujo desmesurado.
Lejano a Ucrania, y tan cercano. ¿Qué tiene que ver Nicaragua con Ucrania? Que el gobierno de mi país, le digo a Yuri mientras el público presente nos escucha contar esta historia doble, respalda sin concesiones a Rusia en su cínica manera de apoderarse de Ucrania moviendo sus piezas tras bambalina, un mordisco aquí y otro allá a su territorio. Es lo que hizo con Georgia, y el gobierno de Ortega reconoció diplomáticamente a los países artificiales arrancados a tarascadas, junto con Nauru y Tuvalu, dos pequeños islotes del océano Pacífico, y Venezuela. Hechos que dan para novelas, afirma Yuri. No para novelas históricas, le digo yo; son pura literatura fantástica.