Roberto Herrscher
Por todas las banderas se han cometido atrocidades. Detrás de cada bandera, junto con humildes y esforzados ciudadanos contentos de sentir que pertenecen a una tierra y a un grupo, medran los miserables. Ya lo decía Samuel Johnson en el siglo XVIII: “El patriotismo es el último refugio de los canallas”. No hay rincón del mundo donde falten los fanáticos, los violentos, los abusones arropados por una bandera colorida. Son banderas de guerra, banderas de machos: “Banderas de nuestros padres”.
Clint Eastwood lo expresó muy bien con sus dos películas sobre la misma batalla, vistas desde dos banderas. La segunda película, “Cartas desde Iwo Jima”, también podría haberse llamado “Banderas de los padres de los japoneses”. Envueltos en la bandera y en nombre de las banderas, la masacre.
Pero no todas las banderas son iguales. Hay banderas de causas nobles e inclusivas, como la bandera del arco iris: la liberación y los derechos de las minorías.
Y finalmente están las banderas tóxicas: las banderas que perpetúan el odio, la denigración y desprecio del otro. La bandera nazi. La bandera negra del Estado Islámico. La bandera preconstitucional española: la que glorifica el sistema dictatorial del franquismo. No hay dos formas de ver y vivir estas banderas: son malas sin remedio, porque están pintadas para excluir y destruir al otro. Deben ser prohibidas y denunciadas.
Recuerdo la primera vez que viajé a Atlanta, en el sur de Estados Unidos. Visité el museo local, y allí, disfrazado de orgullo del perdedor, encontré la épica sin escrúpulos del lado del Sur en la Guerra Civil. Como si haber perdido la guerra le diera algún sustento moral, las banderas confederadas ondeaban al viento. En las calles de Georgia, los blancos de corbata mandaban y los negros limpiaban las calles o pedían limosna. En las banderas, la nostalgia de la esclavitud.
Mírenla bien. Parece más bonita y armoniosa que la extraña bandera con el recuadro de las estrellas. Pero es una bandera tóxica. Es la ignominia de un país que se creó como lugar de libertad por próceres dueños de esclavos. Estados Unidos tiene que prohibir esa bandera. Su ausencia no garantizará que no vuelva a ocurrir el horror de Charleston, pero al menos sus admiradores, como los neonazis en Europa y los neofranquistas en España, sabrán que van contra los valores básicos de la democracia. Con su bandera tóxica y contra las banderas de la inclusión y la igualdad.