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Crónicas de la ciudad de los malos

Por 25 de julio de 2015 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera

Éste es un libro de buena fe, lector. Te advierte de entrada que no tiene otro propósito que reunir las historias de los mejores malos de América latina. Aquí están, en poco más de quinientas páginas abrazadas por su cubierta azul esperanza, once malos y tres malas que desfilan en armonía. La caníbal pasa delante del jefe de presos, el despiezador de cadáveres después de la policía torturadora, la entrenadora de perros violadores detrás del cocinero desaparecedor de cuerpos  de asesinados, abre la procesión el jefe de la policía pinochetista, y la cierra un violador y asesino de catorce mujeres. “En fin, veo por nuestro ejemplo, que la sociedad de  los hombres se mantiene y acomoda al precio que sea. En cualquier postura que se les ponga, ellos se apilan y ordenan, moviéndose y amontonándose como los cuerpos mal unidos que se ensacan sin orden encuentran ellos mismos la manera de juntarse y situarse los unos entre los otros, a menudo mucho mejor de lo que el arte hubiera sabido disponerlos. El rey Filipo reunió a los hombres más malos e incorregibles que pudo hallar, y los alojó a todos en una ciudad que les hizo construir y que llevaba su nombre. Pienso que a partir de los propios vicios establecerían una contextura política entre ellos y una sociedad justa y cómoda”.
 
Me acordé de este pasaje de Montaigne y la mítica Ponerópolis, (“la ciudad de los malos” de la que habla Plutarco), en cuanto comencé a leer este libro. Aquí está Leila Guerriero en el papel de rey Filipo, y catorce autores emplazados para que aporten al volumen su mejor malo, a poder ser el más emblemático y mentado en su momento y país. Cada autor ha administrado su personaje desde su propia trastienda, con frecuencia se trata de un malo que ya tenía trabajado, un caso del que ya escribió en los periódicos y que ahora vuelve a indagar y perfilar. Gran documento, libro memorable, narrativa excelente, edición superior, es lo que hay.
 
Los catorce relatos conforman una sección transversal que recorre de punta a cabo el muestrario de la maldad reciente y documentada en América latina, y ofrece un testimonio más irisado y poderoso que cuanto pudieran los compañeros poetas, me urge, qué tipo de adjetivos, por no hablar de los valerosos noveladores. Dentro de nada, este libro será como esas muestras de hielo glaciar que contienen tiempo encapsulado y lo revelan al curioso lector. Le sucederá ese misterio literario, quedará.
 
Primero porque es un documento sin par; luego, porque está muy bien escrito. Nadie hable, por ejemplo, de El Salvador si no ha leído “El Niño y La Bestia”, de Oscar Martínez. Ahí tiene información que no imaginó y un relato formidable. Bueno, y ¿cómo de malos son estos malos? Una vez leídas las maldades, el lector puede imaginar de qué malo le disgustaría más la cercanía y así establecer un baremo. El momento vertiginoso más logrado del volumen podría estar en ese instante del relato de Alejandra Matus sobre la entrenadora de perros violadores en que acude a su casa a entrevistarla: “la sentí, de pronto, demasiado cerca. Me pareció que me miraba con lascivia. Tuve urgencia de irme…”
 
Es digna de meditación la absoluta capitalidad que tiene en la producción neta de maldad el ansia mejoradora de la humana condición. Once de los catorce casos nacen al abrigo de la voluntad desaforada de exterminar comunistas, antirrevolucionarios y malos en general por el bien de la humanidad, hasta los esquizofrénicos y oidores de mandatos aniquiladores se inspiran en ansias de mejora, como el Cartel de Pernambuco que predicaba el anticapitalismo y la contención demográfica mediante la matanza e ingestión de úteros malditos. En esa buena voluntad de maldad a favor de la bondad suprema se hermanan pinochetistas y senderistas autoabastecidos con monstruos de fabricación propia, y es notable la facilidad de estos malos para reconvertirse de matarifes y torturadores en los predicadores iluminados que ya eran. En muchos casos son malos difuntos, encarcelados, viejos, su maldad pasó, está consumada. Quedamos nosotros para saberlo.
 
Pero aguarden porque lo mejor del libro lo constituyen los grandes personajes secundarios que pueblan el escenario. Estos malos tienen unos secundarios muy buenos. Algunos, en efecto, maravillas de bondad y elocuencia inolvidable, como la señora de los ladrillos en medio del ruido —la historia del Pozolero no sólo es relato excelente, también un documental admirable de polvo, pobreza y piedad—, o la hija de la Chancha. También cruzan el fondo secundarios mucho más malos que el malo protagonista, lo que da siempre una tercera dimensión, también de paisaje y paisanaje, que permite asomarse a una perspectiva inagotable. Y salen pobres muchos más pobres que el pobre malo, más miserables que él, más esquizofrénicos y más desgraciados, y todos van matizando el gran relato total. Una mujer que acude a la cárcel a amar al violador asesino lo dice clarito “hay tantos hombres malos fuera”. ¿Estamos dentro o fuera? ¿En la ciudad de los malos o en su prisión? En el relato de Alejandro Meza sobre qué es una cárcel venezolana y quién manda allá, se ejemplifica el caso de la maldad dentro de sí misma también por el bien de la humanidad, hasta se sugiere al lector echar un vistazo al youtube carcelero que le quitará el sosiego. La contextura, que dijo Montaigne.
Los malos
Leila Guerriero (ed.)
Ediciones Universidad Diego Portales
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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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