Rafael Argullol
Rafael Argullol: Hoy, en mi galería de espectros, he visto el espectro de Giovanni Drogo asomándose a las almenas del castillo.
Delfín Agudelo: ¿Te refieres al protagonista de El desierto de los tártaros de Buzzatti?
R.A.: Sí, me refiero al protagonista ya mayor y viejo, después de pasar tantos años en esta fortaleza esperando una invasión que nunca se ha producido ni nunca se producirá. Imagino a Giovanni Drogo rememorando lo que han sido estos años en el castillo, rememorando aquél día situado muchos decenios atrás en que llegó por primera vez a la fortaleza como un joven oficial lleno de ilusiones, y que había sido destinado a ese fortín fronterizo, decisivo para su país porque allá podía producirse la invasión de los enemigos, de los bárbaros, de los tártaros. Drogo y sus compañeros se organizan desde el primer momento para esperar esta invasión; la fortaleza está en máxima tensión, en máxima crispación militar, pero primero pasan unos días y no hay invasión; luego de meses, tampoco hay invasión; pasan años, y tampoco. Las relaciones internas de ese microcosmos se van convirtieron en autosuficientes, lo que era en principio un lugar de la frontera asume su posición de lugar, un fragmento del mundo se convierte en el mundo. En ese esperar a los tártaros por parte de Giovanni Drogo vemos que se va cristalizando el propio esperar de la vida. No solo de la vida suya, sino de la vida humana. En su caso estáticamente encerrado, libremente encerrado en esa fortaleza, en el caso de la mayoría de los hombres quizás moviéndose pero siempre a la espera de algo que nunca acaba de llegar. Por eso la literatura -y especialmente la literatura moderna-, nos ha deparado tantas situaciones de espera. Esperando a Godot, esperando a los tártaros de Buzzatti, a los bárbaros de Cavafis. Quizás estamos siempre esperando un acontecimiento exterior que llegue y nos reviva.