Rafael Argullol

Lo que ha ido variando con los siglos es cómo se plantea el infierno del diablo. En el primer Fausto, al final de la edad media, tal como sale en las leyendas populares alemanas, existe un diablo y un infierno medievales; en los Faustos del siglo XX, el de Valéry o Thomas Mann, el infierno es ya interior y el diablo de alguna manera es una derivación de lo mismo, una vertiente de uno mismo. Pero en todo caso es muy genuino del hombre moderno esa necesidad de plantear ese desafío con lo límites, esa transgresión, y al mismo tiempo padecer esas consecuencias, todo ello una especie de gran duelo en un escenario en el que Dios o no interviene o interviene relativamente poco. Creo que el surgimiento de Fausto y su gran duelo con Mefistófeles -que en cierto modo es el mismo visto desde otro lado, o sus ambiciones y sus pretensiones vistas desde otro lado, el juego, el duelo, el baile entre Fausto y Mefistófeles- representan como nadie el estatus del hombre moderno, que por un lado está investigando continuamente transgredir los límites de la realidad que lo rodea, pero por otro lado siente dolorosamente que la transgresión se convierta en algo desequilibrado, algo negativo y oscuro para su propio porvenir. Por tanto Fausto es esta especie de fuerza doble en el cual tan representados estamos. Por un lado tenemos la ambición máxima del progreso y de la felicidad, y por otro lado también debemos arrastrar muchas veces las consecuencias de nuestra propia ambición.