Rafael Argullol
He visto el obelisco cuando faltaban unos treinta metros para que nuestro compartimento se situara a su altura. "Ahí está!, le he dicho a Rusalka. Un instante después ha quedado encuadrado en la ventana; pequeño, liso, modestísimo. No sé por qué, esperaba un obelisco semejante a los obeliscos que coronan tantas fuentes barrocas romanas. Y ha sido al instante siguiente, con el obelisco alejándose, convertido de nuevo en una mancha blanca, cuando se ha cruzado ante mi la imagen turbadora y he sabido de inmediato que, si no era la muerte misma, era su preciso portavoz.
Lo he sabido dentro de mí, al sentir el azote frío, porque fuera, allá en la ventana, sólo venía una confusa silueta reflejada en el cristal sucio de la ventana, engullida enseguida por el deslumbramiento provocado por el sol del atardecer. El obelisco se había desvanecido y una pronunciada curva había colocado el sol, todavía cegador, en el centro de la ventana.
Nunca he creído en las premoniciones. Y sin embargo algo mortal había sucedido en aquel mismo momento. Estaba seguro. Pero no comenté nada.
Visión desde el fondo del mar, pg. 913