Rafael Argullol
Cada tarde el león penetraba en la cueva y se acercaba a su benefactor. Durante el día el león había vagado por el desierto, a veces en busca de alimento, a veces sin otra misión que atravesar la silenciosa belleza de la vida. Si era necesario no rehuía el combate y, tras él, iba a limpiarse el hocico en las claras aguas del río. Fueran como fueran sus mañanas al atardecer tenía la necesidad de aproximarse a su benefactor.
Al lado de éste las noches transcurrían siempre iguales, sobre todo en invierno cuando el fuego que iluminaba el fondo de la cueva proyectaba en la pared ambas figuras. El hombre, cubierto con una tela tosca, permanecía interminables horas delante de su pergamino. Era ya de edad avanzada pero tenía la mirada viva y el pulso firme en el momento de escribir. De vez en cuando, interrumpía su tarea, e inclinándose un poco acariciaba la cabellera del león. Éste esperaba pacientemente a los pies del anacoreta y cuando, por fin, la caricia se producía experimentaba una sensación intensa que apaciguaba toda su fiereza. Olvidaba las luchas y cacerías de la mañana y se dejaba perder en aquella paz amistosa.
Entonces, inevitablemente, volvía a la memoria del león aquel mediodía incendiado por un sol blanco en que su zarpa herida sangraba con abundancia. Se había clavado un enorme pincho y, por más que se debatía, no encontraba forma de arrancárselo. En medio de este tormento hizo su aparición un hombre que hablaba en voz alta, distraído, ignorante de la presencia del león herido. El hombre dirigía sus palabras hacia el cielo. De repente, advirtió la presencia del animal; sin embargo, lejos de asustarse, como hacían los hombres cuando se encontraban con leones, se quedó muy quieto. Luego, con una media sonrisa, le dijo cosas que parecían amables. Viendo tranquilo al hombre, también el león herido se tranquilizó, y cuando aquel le pidió con un gesto que levantara la zarpa el felino lo hizo sin miedo alguno. El hombre pasó mucho rato hurgando cuidadosamente en la herida hasta que logró extraer el pincho. De inmediato sintió un gran alivio y, al levantarse su curador, el león lo acompañó hasta la gruta en la que vivía.
Así transcurrieron los días y luego los años. Su benefactor no cesaba en su empeño y su manuscrito se multiplicaba hasta convertirse en un libro enorme. El hombre envejeció, hasta que su delgada carne casi quedó desprendida del esqueleto, trabajando siempre con tenacidad, de la mañana a la noche. El león también envejeció, al mismo ritmo que su benefactor, hasta que la muerte irrumpió en la cueva. Primero murió el hombre y su cara quedó dibujada con facciones serenas. Al ver el rostro ya sin vida de su benefactor al león le pareció -con el indescifrable pensamiento de los leones- que había cumplido finalmente con su tarea. La fiera salió hasta la entrada de la cueva para contemplar el desierto por última vez y luego se tendió junto a su benefactor, de la misma manera que había hecho a lo largo de tantos años, y como un león feliz aguardó la muerte. El gran libro, la obra de tantos años y de tantos desvelos fue el testigo mudo de la escena.
San Gerónimo en su estudio. Niccolò Colantonio, 1444-1446.
Museo Nazionale di Capodimonte, Nápoles.