Rafael Argullol
Me interesaba ver la elección escenográfica de Stein para construir el bosque sagrado. Los espectadores se encontraban con una desolada llanura interrumpida por un bosque de laurel, viñas y olivos. La escena ponía de relieve el carácter ambiguo del bosque sagrado, un espacio en el que pueden tener lugar portentos benéficos y también revelaciones pavorosas. De hecho, Sófocles ya da la pauta sobre la naturaleza ambivalente de estos recintos al colocar al bosque de su ciudad natal bajo la protección de las Euménides, deidades benevolentes pero con un terrible pasado cuando, como Erinias, eran las oscuras diosas de la sangre y la venganza. Edipo da sus últimos pasos postreros con viento favorable, inclinado hacia la gloria que el futuro le deparará en la memoria de los hombres, aunque sin olvidar la violencia, la incomprensible violencia, que impulsa la vida.
En la obra de Sófocles al final solo a Teseo le es permitido asistir a la enigmática muerte de Edipo. Como homenaje del poeta a Atenas, recién derrotada en la guerra, el rey Teseo acompaña al héroe hacia un desenlace secreto. Lo que se oye en el bosque sagrado es aleccionador y misterioso. Edipo advierte al rey respecto a lo que va a ver: "Y tú guárdatelo siempre para ti mismo y, cuando llegues al final de la vida, indícaselo solo al mejor y que él no deje de revelárselo al siguiente".
Siguiendo la lógica de Edipo únicamente uno de nosotros, hoy día, está en condiciones de saber en qué consistió la muerte de Edipo. Pero este enigma es todavía más difícil que el que tuvo que afrontar el héroe en su juventud al cruzarse en su camino la terrorífica Esfinge. ¿Qué autoridad dictamina quién es el mejor? No soportamos que lo haga una autoridad exterior y, en nuestro interior, cualquier autoridad es demasiado voluble para arrogarse una sentencia. En un instante pasamos de ser el mejor a ser el peor, y viceversa. Algo semejante debieron de pasar los espectadores contemporáneos de Sófocles, incapaces, como nosotros, de dar una solución al problema de la muerte de Edipo.
No obstante, quizá la auténtica muerte de Edipo, calificada de maravillosa, fue la recuperación de la vista tras tantos años de ceguera. Así como en Edipo rey todas las metáforas puestas en circulación por Sófocles son indicios de que Edipo, ufano de su capacidad para observar, acabará arrancándose los ojos, en Edipo en Colono las más diversas insinuaciones nos empujan a la idea de que el ciego ve las cosas con mayor penetración. Si el joven Edipo, en la cima de su poderío como tirano de Tebas, desprecia al gran adivino Tiresias por ser ciego, ahora, a punto de morir, el viejo Edipo se redime él mismo en el papel del adivino capaz de ver lo que los ojos humanos, demasiado domesticados por la rutina y la cotidianidad, ignoran. Quizá podamos aventurar que Edipo, en el último instante, tuvo la visión certera de la condición humana, con sus grandezas y horrores, y que esta era la herencia de la que Teseo tenía que constituirse en albacea.
Todo esto cuesta creer que pudo suceder en Colono, o en la Atenas acribillada por el ruido de una circulación infernal. Miles de exhaustos turistas persiguen los rastros de los dioses mientras algunos autobuses exhiben, en grandes paneles, la publicidad de unos tejanos llamados True religión, que, a la sombra del Partenón, significa una lacónica declaración de principios de nuestra nefasta época. Y, sin embargo, el bosque sagrado siempre subsiste.
El País, 12/09/2010