Rafael Argullol
Recuerdo que la vida no era un camino de rosas.
En la infancia, junto a la avidez insaciable,
el desconcierto crecía más y más
al intuir cómo sería la edad adulta;
luego llegaba ésta, con sus leyes incomprensibles,
con mentiras con las que un niño mentiroso
jamás se hubiese atrevido, con sus renuncias,
sobre todo con sus renuncias, esas rendiciones lastimosas
que apartan a los hombres de sus sueños;
y en el peor momento nos invadía la vejez,
fea, ruin, irrevocable,
destinada a poner cerco a la última dignidad.
No era, desde luego, la vida un camino de rosas.
Ahora, sin embargo, más que la cadena de hierro,
que nos ataba despiadadamente a la tierra,
mi memoria se entretiene con los instantes de cristal
que, cada tanto, rompían los eslabones
y nos arrastraban, dichosos, hacia el cielo.
¡Dios mío, cuántos momentos deliciosos
me permitió aquella vida que ya no tengo!
Ahora no sufro es cierto, el temor de los vivos,
pero, átomo en la eternidad, tampoco amo.
¡Qué importa que no fuera un camino de rosas!
Era vida, y esto bastaba.