Rafael Argullol
La perfección,
nuestro invento más arriesgado,
es felizmente ajena
a todos los otros mundos.
Nosotros, geómetras, hemos dibujado
el cuadrado, el cubo y la esfera,
y, como arquitectos,
los hemos impuesto a la naturaleza.
Pero nunca hemos hallado
figuras semejantes en el universo,
y ni siquiera en nuestro propio cuerpo,
un caos fugazmente armónico.
Soñadores,
hemos obligado a Dios
a aparecer en nuestros sueños.
Así, vestidas de perfección,
han amanecido nuestras peores pesadillas
y, en el desvarío último,
hemos entrevisto una ciudad de oro
en la que refulgen la armonía y el perdón.
Ellos,
el perro que ladra al atardecer,
el meteorito que cruza el glaciar nocturno,
la rosa que se abre ante el rocío,
ellos, nuestros semejantes,
no necesitan pensar en quimeras
porque existir es ya su victoria.
Nosotros, sí.
Nosotros necesitamos que la perfección
nos aliente, nos mate y nos salve.