León de ojos verdes
Manuel Vicent
Verano de 1953. Un hotel balneario en la playa. Durante las vacaciones un joven aprendiz de escritor ensaya allí sus primeras armas. Algunos clientes del Voramar, un asesino, un viejo doctor barojiano, un pez gordo franquista, un coronel navegante, un anciano en silla de ruedas que recibe todavía cartas de amor, forman parte de la galería de personajes. Entre ellos se mueve una turista francesa adolescente, llamada Brigitte Bardot. Todavía no es conocida, pero en esta playa española ya causó escándalo su bikini rojo. En la terraza del Voramar permanecen también los recuerdos de cuando fue hospital de sangre de las Brigadas Internacionales en la guerra civil y por su ámbito campan las sombras de los escritores John Dos Passos y Dorothy Parker, del cantante de blues Paul Robeson, que pasaron por allí. Aquel verano de 1953 se rodaba en el Voramar una película ambientada en la época de entreguerras y por la terraza se movían también los figurantes, señoras con corpiños y pamelas, caballeros con sombreros de paja dura y cuellos de porcelana.
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Durante el verano de 1953, en la terraza del hotel Voramar se estaba rodando una película ambientada en la época de entreguerras y varios cables conectados al generador, que no cesaba de zumbar, cruzaban la amplia terraza hasta la escalinata guardada por un león de escayola. En la playa, al pie de la escalinata, se hallaban instalados los focos, las pantallas y las cámaras. Por allí se agitaban los técnicos del equipo rodeados de turistas curiosos en traje de baño y sobre la balaustrada se perfilaban algunos figurantes, señoras con pamelas, corpiños y abanicos, que iban del brazo de caballeros con cuellos de porcelana y sombreros de paja dura, representando a bañistas muy felices.
La acción de la película transcurría en el año 1918. Familias burguesas pasaban sus vacaciones en este balneario. Aquellos veraneantes sentados en sillones blancos de mimbre, entre refrescos de granadina, hablaban de novenas de baños, de cálculos de riñón, de aguas saludables para la vejiga y a la hora de discutir de política se dividían todavía en dos bandos: unos habían sido anglófilos y otros germanófilos respecto a la guerra europea recién terminada. Una madre estaba empeñada en casar a su hija adolescente con un estudiante de ingeniería de caminos, vástago de una familia muy rica, pero la niña se negaba a crecer y prefería seguir jugando con los chicos de su pandilla. La protagonista, una adolescente bellísima, me tenía obsesionado. Desde la terraza de mi habitación la veía entrar y salir de escena; seguía todos sus movimientos, trataba de encontrarme con su mirada en los pasillos y algunas noches soñaba con ella. En la película se enamoraba de un muchacho gordito de su misma edad, sin porvenir en la vida, al que ese año habían suspendido en todas las asignaturas. Había una escena en que la niña daba lengüetazos morbosos, demorados, llenos de inocente malicia a un cucurucho de helado de chocolate. Pero este delirio por aquella criatura se me esfumó muy pronto.
Fuera de la ficción, entre los huéspedes del hotel había un matrimonio francés con una hija que tenía la cara de perrita lulú, con la naricilla, la cola de caballo y unas greñas en la frente. Llevaba un pantalón corto muy ajustado y sus senos apenas cuajados parecían fluctuar sueltos y libres bajo la camisa de seda. Decía que era artista y que en Francia había trabajado en varias películas. Todos los días se acercaba al set para ofrecerse a salir gratis en alguna secuencia, pero el director había ordenado que se mantuviera a raya a aquella turista tan pesada para que dejara de molestar. El ayudante se lo hizo saber a ella y también a su madre, tan recalcitrante como su niña; en cambio, el padre parecía hacerse cargo de la situación y pedía excusas a unos y otros para hacerse perdonar.