Marcelo Figueras
El uno-dos pugilístico que propinaría en la segunda mitad de los años 90, primero con Heat y después con The Insider, cimentaría el prestigio de Michael Mann como uno de los mejores cineastas de su tiempo. (Lo cual no es mucho decir por falta de competencia, pero no debería menoscabar su obra per se.)
En Heat (1995), además de obtener de Robert De Niro una actuación magistral después de veinte años de trabajo de oficina, y de filmar uno de los mejores atracos a un banco de la historia (la apertura de The Dark Knight de Christopher Nolan le debe mucho a su inspiración), Mann vuelve a arrojar al aire la moneda de sus obsesiones. Otra vez hay dos personajes unidos por su dedicación al trabajo: el ladrón Neil McCauley (De Niro) y el policía Vincent Hanna (Al Pacino). McCauley cree deber su éxito a la seriedad con que encara cada robo, pero además al hecho de que ha evitado forjar lazos afectivos que lo distraigan de su objetivo. Hannah también es un maniático en lo suyo, lo cual se ha cobrado un precio terrible en el territorio de su vida amorosa. El relato los enfoca durante el proceso que los lleva a comprender que ambos han vivido equivocados. Además de enamorarse de verdad, McCauley se descubre afectado por el destino de sus compañeros de banda –lo más parecido a una familia que ha conocido. Y Hannah intuye que el éxito profesional no suple el vacío espantoso sobre el que ha construido su vida.
Al igual que en The Last of the Mohicans, los adversarios lo son tan sólo por las circunstancias; en un mundo mejor habrían sido amigos, o hasta hermanos.
El mundo peor –que es este mundo, el nuestro, un Moloch que parece criarnos tan sólo para conducirnos al sacrificio- asoma su peor rostro en The Insider (1999). Basada en una historia real, cuenta la historia de Jeffrey Wigand (Russell Crowe), el ex ejecutivo de Brown & Williamson que a mediados de los 90 se prestó a atestiguar que las grandes tabacaleras eran conscientes de estar envenenando a sus clientes. Para proteger su negocio, estas corporaciones iniciaron la peor campaña de desprestigio de un testigo que millones pueden comprar. La única persona que parece dispuesta a escuchar a Wigand es uno de los productores del programa televisivo 60 minutes, Lowell Bergman (Al Pacino). A su vez, para poner el el aire la entrevista a Wigand, Bergman debe enfrentarse a la corporación que le da trabajo, esto es el canal de aire CBS. Ambos hombres pagarán un precio altísimo por defender una idea: Wigand la de que el ciudadano tiene derecho a ser protegido ante el poder casi omnímodo de ciertas empresas, Bergman la de que el periodismo debería ser posible en un sistema democrático, incluso dentro del marco de una empresa capitalista.
No cuesta demasiado trabajo suponer que las experiencias personales de Mann contribuyeron a la construcción de estos alter egos. Después de todo, se trata de un hombre que trabaja en el corazón del sistema creando una obra que, a contrapelo de la norma, concibe al espectador como una criatura inteligente a la que, por cierto, no desea envenenar; al tiempo que defiende la noción de que debería ser posible hacer cine excelente que llegue al público más amplio –como explicó en sus declaraciones a L.A.Weekly, como antes de él lo hicieron Ford, Capra, Hitchcock & Co.
(Continuará.)