
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
Sin gloria de telediario no hay pena de telediario. Esta pena no la sufren los seres oscuros y desconocidos. Alguien podría construir una ecuación: cuanta mayor ha sido la exposición de alguien en los telediarios, mayor es la pena que sufre esta persona cuando aparece esposada y transportada por la policía en el telediario.
¿Totalitaria la pena de telediario? En ningún otro país como en Estados Unidos tiene tanta vigencia la pena de telediario. Estrellas cinematográficas, cantantes, deportistas y políticos, desde gobernadores hasta congresistas, aparecen de vez en cuando esposados ante el juez, deslumbrados por los flashes y apretujados por los periodistas.
La justicia totalitaria es secreta y opaca. Se detiene, juzga y ejecuta en silencio. Se solicita a las cámaras sólo para lo imprescindible. Pero el grueso del procedimiento penal se produce en los sótanos, en habitaciones aisladas y de paredes espesas, para que arriba no se oigan los gritos de horror de los condenados.
Hay casos especiales, es verdad, en los que se combina el arcaico ejercicio de ejemplaridad pública con la fría actuación de la maquinaria totalitaria. Por ejemplo, las ejecuciones en los estadios chinos o iraníes, por tiro en la nuca o por la grúa convertida en horca. Pero ahí no hay pena de telediario. Los reos llegan al cadalso después de que ya se les ha extraído cualquier asomo de dignidad y de vergüenza. Estamos ante la pura amenaza colectiva.
También hay el delito de telediario: ocuparlo hasta convertirse en su propietario. De todos los telediarios. Quien lo comete es quien más puede temer que algún día le llegue la pena de telediario. No sucederá: pero por si acaso, el mayor delincuente de telediario, Berlusconi, de vez en cuando regala a los periodistas con el gesto sarcástico de mostrarse como si estuviera esposado ante ellos. Activa así la imaginación y recuerda que ésta es la mayor pena que se le podría infligir. Pero también actúa como una carcajada y un exorcismo para que no suceda.