
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
Hoy no es un día de elección sino de rechazo. Ganará quien tenga a menos votantes enfrente. Ninguno de los dos candidatos despierta ilusión. Nada que ver con 2008, cuando la esperanza era el eslogan. Ni el titular ni el aspirante han sido capaces de proponer un programa claro con propuestas efectivas, salvo las ideas genéricas que corresponden a cada partido: Estado mínimo, nada de subidas de impuestos y más gasto militar el republicano, y políticas sociales, impuestos para los más ricos y contención del presupuesto militar el demócrata.
Uno y otro se han hartado, en cambio, de lanzar insinuaciones malévolas y descalificaciones mutuas. Contra Obama por socialista, blando en política exterior y de identidad poco americana. Contra Romney por multimillonario, destructor de puestos de trabajo y voluble en sus posiciones políticas. Nadie ha dicho abiertamente que un afro americano como Obama, un negro, no debe merecer un segundo mandato presidencial. Tampoco que un mormón como Romney, un sectario y un falso cristiano para una buena parte de la opinion religiosa, no debe llegar a la Casa Blanca. Pero muchos lo piensan aunque ya no se atrevan a decirlo.
La campaña ha sido negativa y la elección es negativa, todo lo contrario de cómo fueron las cosas en 2008. El balance de los cuatro años de Obama no permite mucho margen. Es excepcional que un presidente sea reelegido cuando cuenta con casi un 8 por ciento de parados y no ha conseguido que la economía de su país vuelva a crecer con brío. Este es el principal argumento de Romney, que reivindica su experiencia empresarial como creador de puestos de trabajo.
Aun así, hay tener en cuenta que Obama se encontró con una economía arruinada, la banca de Wall Street en quiebra y la industria del automóvil a punto de echar el cierre. En su cuatrienio se ha producido el mayor terremoto geopolítico desde la caída del Muro de Berlín y ha quedado certificado el ascenso de las potencias emergentes, en un mundo menos occidental y menos americano. A la hiperpotencia de Bush le ha sucedido la obligada hipopotencia de Obama. Difícil lucir de buen balance cuando todo está en contra.
El candidato republicano tampoco es para tirar cohetes. Fue derrotado en las primarias republicanas en 2008 y en esta ocasión consiguió su nominación tras una larga pugna con el radicalismo del Tea Party, que contaminó a todos los candidatos. Sus cambios de chaqueta ya son proverbiales: ahora quiere aparecer como moderado, después del radicalismo de las primarias y de gobernar en Massachusetts como moderado. Y sobre todo, es un personaje gris y sin fulgor alguno al lado de la personalidad y del atractivo de Obama.
Un presidente desgastado y sin un balance que se imponga por si solo y un pretendiente poco fiable y sin brillo conducen a una campaña negativa y sin ilusión y llena de incógnitas de futuro. Si Obama vence, la principal duda es saber si podrá superar esta vez el bloqueo republicano en el Congreso, previsiblemente en manos de la oposición. Si gana Romney, la incógnita es todavía mayor, porque se sabe poco de sus ideas volubles y evanescentes y mucho, en cambio, de los neocons que merodean de nuevo por sus inmediaciones.
Sí se sabe que un presidente republicano no será boicoteado por el Congreso, con independencia del color que tenga; lo contrario de lo que le ha ocurrido a Obama, al que quienes le han boicoteado le acusan de inmobilismo. Obama ha querido ser un presidente de consenso, bipartidista en terminología estadounidense. Pero el consenso es un baile de dos: los republicanos no han querido bailar. Solo quieren consenso cuando son ellos quienes mandan. Todo esto, siendo tan americano, suena tremendamente próximo y actual si lo trasladamos a la política española.