Lluís Bassets
Es dudoso que sirvan los fríos datos. Pero ahí van algunos. En ocho días, cerca de 1.500 heridos y más de 200 víctimas mortales, de los que el 46 por ciento niños y mujeres, según cifras de Naciones Unidas. En el minúsculo territorio de Gaza uno de cada dos habitantes es menor de 18 años. Son altas las posibilidades de que los disparos alcancen a una familia palestina en vez de un dirigente de Hamas o una de las lanzaderas desde donde se ataca a Israel.
No hay simetrías. La Cúpula de Acero y los patriots interceptan prácticamente todos los disparos de Hamas y Yihad Islámica. De un lado, hay un Estado protector concentrado en defender la seguridad de sus ciudadanos; del otro, unos ciudadanos sin nadie que les proteja, sometidos a la dictadura del islam radical y al fuego desproporcionado y desconsiderado del único Estado legítimo que se conoce en la zona. Sabemos cuándo y cómo empezó, a impulsos del asesinato racista de tres adolescentes israelíes primero y de un joven palestino a continuación; y cómo todo fue enredándose gracias al oportunismo de los dirigentes de ambos lados. Tras destruir el proceso de paz, impedir el gobierno de unidad palestina, proseguir con la colonización de Cisjordania y evitar que la Autoridad Palestina apele a la justicia internacional, ¿queda algún margen para la política?
Junto a los datos, una historia moral contada por su protagonista, un israelí de 60 años, llamado Avraham. Su madre, nacida en Hebrón, sobrevivió hace 85 años a una matanza de judíos en manos de extremistas árabes. Como los muertos de ahora, ella era también una niña, pero se salvó gracias a su nodriza árabe y a una familia que la escondió en su casa. Avraham no puede quitársela de la cabeza cuando se acerca a dar el pésame a los familiares de Mohamed Abu Khdeir, de 16 años, secuestrado y asesinado, quemado vivo, en Shoafat, su barrio de Jerusalén Este.
Avraham piensa en la descendencia perdida de Mohamed. En los hijos que ya no tendrá. Si los asesinos árabes de Hebrón hubieran dado con aquella pequeña niña judía de siete años, Avraham no estaría aquí ahora para contarlo y para compadecerse por la muerte de los niños palestinos. Su madre, ya fallecida, jamás odió a los árabes e incluso se alegró de que sus nietos alistados en el ejército no fueran pilotos de caza: "¿Te imaginas que mi nieto pudiera bombardear a inocentes?", le decía.
Lo sabemos por su hijo, Avraham Burg. Por su artículo de esta pasada semana en Haarezt, titulado Cómo Shoafat 2014 mató el legado de esperanza y de gratitud de Hebrón 1929 o por su libro memorialístico Vencer a Hitler. Burg ha sido diputado y presidente de la Knesset, de la Agencia Judía y de la Organización Sionista Mundial, y ahora milita por la paz y por los derechos de los palestinos. "Mi madre –ha escrito– es a mis ojos la encarnación del heroísmo judío supremo, respetuoso de una tradición que considera un verdadero héroe a quien hace de su enemigo un amigo".