Lluís Bassets
La idea de la unidad europea es como aquella piel de zapa que suscitó una de las grandes novelas de Honoré de Balzac. Quien la posea verá cumplido cada uno de sus deseos, pero, a cambio, la piel irá encogiéndose hasta convertirse en irreconocible y desaparecer, y con ella su dueño. Estados Unidos ha sufrido de un sortilegio similar: cada paso que ha dado para imponer sin miramientos su hegemonía le ha llevado a lo contrario. Pero al fin ha encontrado la salida de su laberinto. En Europa, en cambio, seguimos en las ensoñaciones y angustias familiares de nuestras viejas naciones, pero seguimos encogiendo sin remordimientos ni alarmas. Encoge Europa y encogen cada una de las naciones que la componen. Mientras levantan su cabeza las nuevas potencias emergentes y Estados Unidos muestra de nuevo el orgullo de una vocación ejemplar, los europeos marchamos a todo trapo hacia la insignificancia.
Hoy y mañana, con la cumbre europea de final del semestre presidencial francés, habrá una nueva oportunidad de tomar el pulso de esta ambición exánime, en la que sobresale únicamente, más por su activismo que por su acierto, el presidente francés, Nicolas Sarkozy, titular incansable de un programa de promesas europeas, alentadas en mayo de 2007 cuando fue elegido como titular del Eliseo. La primera la cumplió y plenamente: Francia regresó a Europa con la reinvención de la Constitución Europea en forma de Tratado de Lisboa. Pero la segunda ristra de grandes esperanzas, ensartadas en la presidencia que ahora termina, han quedado frustradas. En varios de sus impetuosos discursos aseguró que ahora en diciembre Europa tendría políticas comunes en cuatro cuestiones: energía, medioambiente, inmigración y defensa y seguridad. A la vista está lo que se ha conseguido: poco e intangible en energía, bajo la zarpa del oso ruso; está por ver en medioambiente, a la espera de Obama; suspenso en inmigración, con la sola excepción inquietante de la directiva del retorno; y las dudas de siempre en defensa y seguridad a la espera del impulso asegurado por el nuevo presidente norteamericano.
El semestre presidencial debía ser para Sarkozy su gran oportunidad. Ese hombre es todo él capacidad de adaptación al terreno, tacticismo disfrazado de grandes principios. Según Bent Scowcroft, que fue consejero de Seguridad de los presidentes Reagan y Ford, los europeos sufrimos de "cansancio estratégico". En el caso de Sarkozy más que enfermedad es fallo congénito, que suple astutamente con su agilidad mental y su instinto táctico. Scowcroft nos comunica su diagnóstico en una larga conversación con Zbigniew Brzezinski, también consejero de Seguridad, pero de Jimmy Carter, en la que pasan revista al estado del mundo, justo antes de las elecciones norteamericanas. "Necesitamos un cambio de régimen en EE UU", dice Brzezinski, "pero en Europa necesitamos un régimen". (Brzezinski y Scowcroft. América y el mundo. Conversaciones sobre el futuro de la política exterior americana. Basic Books).
Sarkozy tiene dos disculpas para la inanidad de su semestre presidencial, dos golpes muy severos recibidos uno al principio y otro a mitad de la presidencia. La paralización del Tratado de Lisboa, rechazado el 13 de junio por los ciudadanos irlandeses, sustrajo al presidente francés la mitad de los éxitos que iba a apuntarse con la entrada en vigor del nuevo texto legal y los nombramientos de los altos cargos de la Unión. Vio así como se le iba de las manos la posibilidad de actuar como hacedor de reyes con el nuevo presidente de la Unión Europea, cargo de nueva creación con dos años y medio de duración; con un reforzado Alto Representante de Asuntos Exteriores de la UE, que se convertía en vicepresidente de la Comisión y adquiría más poderes y márgenes de maniobra; y con el propio presidente de la Comisión, cuyo mandato vence ahora.
El segundo golpe lo componen al alimón la crisis financiera y el cambio de ciclo político en Estados Unidos con la elección de Obama, que ha trastocado toda la agenda europea y cambiado el paso de Sarkozy. Ahora toca marchar de nuevo con la música colbertista del intervencionismo y del dirigismo de Estado. Olvidar las soflamas antirelativistas y ultraliberales. Regresar a una alianza euroescéptica con Londres. Imaginar un capitalismo reformado. Mirar a Rusia sin los prejuicios de la guerra fría transmitidos por Washington. Aprovechar el impulso para asentar de nuevo la Europa de las patrias: la presidencia francesa al servicio de Francia y su lugar entre los grandes. Le ayuda Angela Merkel, la canciller desaparecida, paralizada por las divisiones dentro de su coalición y a su vez dentro de cada uno de los componentes, los socialdemócratas y los democristianos, sobre cómo reaccionar ante la recesión. Sin Alemania, no hay Europa, está diciendo silenciosamente, mientras pide tiempo para su calendario electoral. A lo que Sarkozy responde con sorna: "Francia está trabajando en la solución, Alemania está pensando en ello". Pero ahora, como hace 50 años, cuando Francia y Alemania se dan la espalda Europa sigue encogiéndose como piel de zapa.