Lluís Bassets
En cabeza de todos, los corruptores. En segundo lugar, los corruptos. En tercer lugar, los facilitadores, todos cuantos aportan sus saberes técnicos, sus habilidades para organizar los manejos: urbanistas, arquitectos, abogados, fiscalistas, economistas. En último lugar, los que miran a otro lado: la oposición, los auditores y controladores, los fiscales y jueces, los periodistas.
Cada uno puede ir llenando la lista. Teniendo en cuenta que muy rápidamente corren los puestos en la escala. Los corruptos que se convierten en corruptores, los facilitadores que devienen corruptos, los despistados que se convierten en facilitadores. Es el sino de la sociedad que no sabe atajar el mal: irá bajando por el cuerpo hasta infectarlo todo.
No hay corrupción sin corruptores. Cuanto más poderosos, más intensa su corrupción. (Cuanto más intensa, más difusa). Cuanto más poderosos, más ocultos y de difícil localización. Y cuanto más poderosos, más responsables. El pescado empieza a corromperse por la cabeza. Pero la obligación de atajarla y evitar que la metástasis nos alcance a todos es de todos.
Cada vez que alguien mira hacia otro lado, desiste de su reclamación, se deja invadir por la pereza o el desánimo, regala márgenes a la corrupción. Lo mismo sucede en el nivel siguiente, donde están quienes por su profesión debieran denunciarla; cada vez que un controlador (la oposición, los auditores, los periodistas) se inhibe es un tanto para la corrupción.
Ya sabemos que el poder corrompe y que el poder absoluto corrompe absolutamente. Limitar el poder, controlarlo, contar con buenas instituciones que vigilen y limiten los poderes de los poderosos, es imprescindible para que la corrupción no se extienda. No es un problema de leyes, que las hay y muchas innecesarias. La impunidad es hija de una sociedad satisfecha y conformista que ha bajado la guardia.