Lluís Bassets
No es una crisis, es una guerra. Una guerra de nuevo tipo, incruenta, sin pérdidas humanas ni destrucción de ciudades e infraestructuras. Pero guerra al fin: hay unos países que se ven obligados a cambiar Gobiernos, reformar instituciones y modificar su modelo de sociedad sin que exista consenso de sus poblaciones, y a veces ni siquiera entre sus líderes. Si la guerra se explica por el propósito de quien la declara de imponer su voluntad sobre el país atacado, lo que estamos viviendo estos días según esta teoría no es más que el momento álgido de una guerra geoeconómica, en la que los países más débiles, los intervenidos, se ven obligados a entregar su soberanía y cumplir las órdenes de los que los intervienen.
Que sea una guerra no da la razón a quienes la pierdan. Al contrario, harán bien los intervenidos en meditar sobre lo que hicieron mal en el pasado que les sitúa ahora en tal trance. Endeudarse por encima de las propias posibilidades, por ejemplo, es una debilidad que se paga muy cara. No solo en una guerra geoeconómica, como está sucediendo ahora, sino incluso ante una amenaza más convencional en la seguridad. Un efecto directo de los recortes es la disminución del presupuesto militar, y por tanto de la seguridad, ante un mundo emergente, geográficamente muy próximo, que no hace más que incrementar su gasto en defensa.
Más cosas que se han hecho mal. No han funcionado las instituciones, empezando por las europeas. Todo tendría el mayor sentido si estos cambios bruscos en la organización de nuestras sociedades fueran resultado de decisiones adoptadas democráticamente en los distintos niveles de gobernanza europea. No es así. Ninguna de las instituciones europeas que mejor encarnan el proyecto comunitario, la Comisión, el Parlamento y el Tribunal, cuentan para nada en el proyecto de unión fiscal, bancaria y quizá política que estamos construyendo. Cuentan mucho más la Cancillería alemana, el Bundestag y el Tribunal Constitucional. Más que quien dicen que cuentan, que son el Consejo Europeo y el Banco Central.
De hecho, solo Alemania cuenta. Por el peso de su economía, que significa un tercio de la aportación a las arcas comunitarias. Y por la calidad de sus instituciones, construidas tras la experiencia del nazismo, que obliga a la canciller Merkel a respetar procedimientos, plazos y garantías con un escrupuloso detallismo, en abierto y cruel contraste con la chapuza institucional de otros países.
Pero Merkel se equivoca. Las guerras geoeconómicas tienen la consoladora ventaja de que no se cobran el tributo de sangre de centenares de miles de soldados y de civiles. Pero se pierden y se ganan. La está perdiendo España. Y también la está perdiendo Europa, aunque Merkel se crea ganadora, porque el conjunto europeo va a salir más débil de la contienda que está librando con las nuevas potencias emergentes.