Lluís Bassets
Obama y Netanyahu han cerrado el círculo. Todo está dicho. En su larga reunión de Washington el 18 de mayo y en sus respectivas intervenciones en sendas universidades, una árabe y otra israelí, los días 4 y 14 de junio. Y no puede ser más evidente un desencuentro que puede leerse palabra por palabra en el contraste entre ambos discursos. Empieza por la naturaleza del problema al que juntos se enfrentan. Netanyahu lo denuncia sin contemplaciones, es Irán, donde confluyen el extremismo islámico y el arma nuclear, algo que constituye la mayor amenaza para la paz mundial; Obama, en cambio, señala la tensión entre Estados Unidos y el mundo islámico y busca sus raíces en el colonialismo, la guerra fría y las dificultades de la modernización, y desgrana un repertorio en el que está el extremismo islámico, el conflicto israelo-palestino y la proliferación nuclear, claramente separados uno de otro.
Ambos discursos son muy distintos también en cuanto al público al que se dirigen y a los objetivos que persiguen. Mientras Obama quiere convencer a la opinión pública árabe, Netanyahu quiere hacer lo propio con una fracción de la opinión pública israelí, la más conservadora. Obama busca recuperar para su país una posición equilibrada entre israelíes y palestinos, mientras que Netanyahu quiere conseguir el máximo consenso en su campo en el momento en que aparentemente va a dar un pequeño paso hacia adelante. Uno al ataque, pues quiere que avance el proceso de paz entre israelíes y palestinos; y el otro a la defensiva, puesto que quiere gestionar la nueva etapa abierta en Washington con los daños mínimos para su Gobierno de unidad con la extrema derecha.
Afloran en ellos dos concepciones y análisis divergentes del mundo y de la historia. Los argumentos del americano se inspiran en la universalidad tanto del mensaje religioso como de los valores fundacionales de EE UU, mientras que los del israelí parten del particularismo judío incluso al formular la idea de paz. En el primer caso, acude a la religiosidad universal y a las tres confesiones monoteístas, con citas de cada una; en el segundo, sólo se mueve dentro y para el judaísmo, que impregna todas sus referencias. El ideal individualista americano exhibido por Obama respecto a la igualdad entre todos los seres humanos contrasta con la reivindicación de los derechos colectivos de quienes pertenecen a una nación milenaria sobre el territorio bíblico, incluida la actual Cisjordania ocupada y colonizada por Israel.
El contraste llega a sus biografías, explicitadas en sus respectivos discursos. De un lado, el americano hijo de un inmigrante africano que encarna el sueño de ascensión de su país. Del otro, el israelí guerrero, hijo de un gran historiador de la persecución antisemita en España, y hermano de un caído en combate. La asimetría es cruda en el trato que merecen los palestinos, que sufren una situación "intolerable" según Obama, y son objeto de reconvenciones y signos de la mayor de las desconfianzas por parte de un Netanyahu sin la más mínima vibración humana por sus sufrimientos. Para el primer ministro israelí, el conflicto tiene su único origen en la negativa árabe y palestina a "reconocer el derecho del pueblo judío a tener su propio Estado en su patria histórica", mientras que para Obama hay "dos pueblos con legítimas aspiraciones, cada uno con una penosa historia que hace el compromiso evasivo".
No hay color en cuanto a la calidad y textura de ambas piezas oratorias. La primera es un transatlántico que se dirige a los horizontes de la historia y la segunda, un barco de cabotaje pegado a la costa. Más discutible es la eficacia. Deberemos esperar. No hemos hablado de las mutuas concesiones: Netanyahu debe agradecerle a Obama su valiente pedagogía contra el antisemitismo y su reivindicación de la amistad "irrompible" con Israel; Obama a Netanyahu, que haya conseguido pronunciar dos palabras hasta ahora prohibidas para su boca: Estado y palestino, aunque sea acompañándolas de desmilitarizado.
Las reacciones también han sido contrastadas. La derecha norteamericana, los colonos y el Irán jomeinista han acogido de uñas el de Obama. Lo mismo han hecho Hamás, la Autoridad Palestina y todos los países árabes con el de Netanyahu. Los pares de adjetivos más conspicuos que les han dedicado han sido "cobarde apaciguador" y "racista neocon", respectivamente. Uno por pedir disculpas y el otro por su arrogancia. La oficina del primer ministro y la Casa Blanca, en cambio, han tenido palabras amables y escuetas para valorar las mutuas propuestas. Netanyahu confía en que el discurso de El Cairo conducirá a "una nueva etapa de reconciliación entre el mundo árabe y musulmán e Israel"; y el portavoz de Obama calificó el de Bar-Ilan de "importante paso adelante".
¿Y es realmente un paso? Sí, lo es. Quizás minúsculo. Pero despreciarlo es optar por la otra dirección, la de la guerra. La conocemos y sabemos bien adonde lleva.