Lluís Bassets
La cadencia presidencial de los Estados Unidos señala los hitos de la historia en construcción de forma todavía insustituible. Deberán pasar muchos años y producirse muchos cambios geopolíticos para que Washington pierda el privilegio de contar con el ciudadano que nominalmente pauta y rige el calendario de la política internacional. Los comunistas chinos, con los enigmas inextricables de su poder colegiado, deberán poner mucho de su parte para que las cosas cambien.
La elección presidencial sigue siendo por tanto un momento muy especial para todos, pues el mundo liderado por Estados Unidos se sitúa bajo los focos de un escrutinio cuadrienal y del nombre de un presidente. Ciertamente el primer magistrado estadounidense ya no es la figura de la guerra fría que respondía al nombre del líder del mundo libre, pero sigue siendo el hombre más poderoso del planeta y el que dirige la orquesta desafinada de la globalidad mal gobernada.
De ahí que un ejercicio obligado ante una elección presidencial sea comparar el planeta tal como lo dejó Bush y tal como lo deja Obama, ya sea para sí mismo, en caso de una revalidación de su presidencia, ya sea para su rival Mitt Romney. El ejercicio completo para enjuiciar un ciclo entero de alternativas en el poder requeriría añadir a la comparación el legado de Clinton que recibió Bush; aunque no sea exactamente así, con memoria larga y comparativa, como se comporta la gran masa de los electores.
El 4 de noviembre de 2008, cuando los ciudadanos dieron a Obama una amplia y esperada victoria sobre McCain, Estados Unidos se hallaba comprometido en dos guerras sin salida, en recesión económica y con su imagen internacional severamente dañada. La aventura neoconservadora que había anunciado la hegemonía global de Washington durante el entero siglo XXI, el Siglo Americano, yacía en pedazos tras el fracaso de Bush en su intento de remodelar el atlas político mundial con nuevas reglas de guerra preventiva, relajación de los estándares en derechos humanos y limitación de las libertades públicas.
El contraste es cruel para Bush y el Partido Republicano. Retrospectivamente, en relación al legado de Clinton: crecimiento económico, cero guerras y unos amplios márgenes de acción internacional. Y también con el legado actual de Obama, aún sin consolidar: con crecimiento económico, Irak y Afganistán encauzados y la imagen internacional de Estados Unidos al menos parcialmente restaurada.
No se puede poner en la cuenta de un solo presidente el lento pero bien tangible declive de la superpotencia ante el ascenso imparable de los emergentes, con China a la cabeza, porque no se ha producido como consecuencia de decisiones erróneas tomadas desde la Casa Blanca. Está claro, en todo caso, que Clinton supo gobernar la globalidad con grandes dosis de multilateralismo y que Bush con su unilateralismo erosionó sin saberlo ni quererlo la hegemonía de Estados Unidos. Mientras China crecía y se consolidaba, Washington se enredaba en los zarzales bélicos y en el desprestigio de un antiterrorismo mal concebido y peor conducido y se endeudaba hasta límites que ponían en peligro su propia seguridad nacional.
Esos son los grandes trazos del dibujo, sin entrar en la filigrana. En ella encontramos las continuidades entre Bush y Obama. También un segundo Bush bien distinto del primero, que empieza el repliegue de Irak, lanza la Conferencia de Annapolis sobre Oriente Medio y comparte secretario de Defensa, Robert Gates, con su sucesor. Y la rectificación mitigada practicada por Obama, un político de talante centrista y conciliador a pesar del momento polarizado y radical que vive Estados Unidos y quizás todos. Obama manda menos en el mundo en 2012 que Bush en 2004, en las vísperas de su relección como triunfante combatiente contra el terrorismo internacional. Y es altamente probable que también Romney, si vence, mandará menos en 2016 de lo que manda Obama ahora.
Por más que se empeñe la derecha más lunática, todos sabemos quién es Barack Obama: que no es musulmán, que ha nacido en Estados Unidos, que es un ciudadano americano en todo, en su biografía, en sus ideas y en sus costumbres. A ninguna de las dudas lanzadas por los conservadores se deben los cambios de poder que se están produciendo en el planeta. Tampoco se anuncian ni presagian grandes sorpresas si tiene cuatro años más para profundizar en la huella de su presidencia.
Más difícil es saber exactamente quién es el ex gobernador Mitt Romney. Aunque no ofrece dudas su identidad biográfica, religiosa y cultural, sí las levanta su voluble identidad ideológica, en un final de campaña jugado en el centro político; tras pelear las primarias en el extremo y hacerse con las ideas del Tea Party; y después de aplicar políticas centristas como gobernador de Massachusetts. No es Obama, sino el candidato republicano, el candidato de la incertidumbre, no solo para EE UU, sino para la marcha del mundo.