Lluís Bassets
Esa crisis tan severa compone un friso de personalidades y actitudes políticas bien peculiares. No hablemos de los más lejanos, los Sarkozy, Merkel, Monti o Cameron, cada uno con sus cosas. Recordemos cómo el naufragio del radicalismo social de Zapatero ante el ímpetu del déficit público quedó sintetizado en su frase ya célebre: cueste lo que cueste y cueste lo que me cueste. Su personalidad política, su generación socialista y su propio partido cayeron inmolados en el altar del rigor presupuestario exigido por la canciller Merkel. Ahora vemos cómo el quietismo de Mariano Rajoy, en cambio, le lleva a descontar la catástrofe del balance político que le espera, incluso antes de ponerse a ello: es el político de la desesperanza, arcángel del paro, la liquidación y el cierre y primer ministro de un dolor sin límite ni consuelo.
Quien ya se ha dado por muerto a sí mismo y se ha dado por perdedor en varias ocasiones se siente inmune e indiferente a cualquier desgaste, y por eso anuncia dolor y más dolor cada viernes en que reúna al Consejo de Ministros: cueste lo que os cueste, a vosotros ciudadanos, y a vosotros políticos amigos del PP, y a mí que tanto me da y nada me puede costar porque ya me doy por amortizado antes de meterme en este lío.
Con esta ventaja ya podemos intuir cuál será la estrategia electoral de Rajoy. Practicará el electoralismo populista de siempre de cara a las elecciones en Galicia y País Vasco de 2013; que se dé por amortizado a sí mismo no significa que desoiga las exigencias de su partido: al contrario, lo hará incluso para no tener que escucharles otra vez, por pereza cósmica. Los presupuestos del Estado más duros de este siglo mantienen algunas apuestas para estas autonomías con expectativas, donde el aparato del PP y sus barones regionales aspiran a mantener o ampliar sus cuotas de poder.
El suyo es un pecado ya conocido, un vicio popular por tanto. Lo practicó antes de las elecciones andaluzas, aunque en vano, a la vista de los resultados, con la dilación morbosa de la aprobación de los presupuestos del Estado hasta esperar el resultado de las urnas y el cubileteo fracasado con las cifras del déficit ante las autoridades europeas.
La panacea ante estos fallos está muy desgastada, pero no importa: la herencia recibida, que se convertirá en mentiras, deslealtades y ocultamientos ajenos si hace falta para maquillar hasta el infinito la intensa cosecha de sus propios incumplimientos, ocultamientos y evasivas. Cualquier cosa antes de ceder a la debilidad del consenso y de los pactos, y más con esta mayoría absoluta que le aplastará como una losa y nos aplastará a todos.
La oposición a la oposición ya sirve ahora, pero servirá todavía más en el futuro cuando todo siga escalando a peor, y será pieza central para acabar la legislatura en forma. En el plazo más largo, jugará a debilitar a la oposición y a fomentar las divisiones. Le convendrá mantener a Rubalcaba, pero siempre bajo mínimos. Algo de alimentación asistida para que pueda sobrevivirse y desalentar alternativas serias pero a la vez el máximo cuidado para mantenerle a raya y evitar que se crezca. Es su única baza.
Terminará la legislatura con unas cifras de paro notablemente mayores que las que encontró en noviembre. Sus previsiones de crecimiento tan débiles, del 1?8 por ciento en 2015, nada positivo nos dicen sobre la creación de puestos de trabajo. Llegará al final de su mandato exhausto y resoplando de fastidio, como ya se le ve hacer ahora, de forma que el PP lo confiará todo al PSOE: es decir a su presumible incapacidad para actuar como alternativa.
Exactamente la medicina que le aplicó Zapatero en su día: dividir a la oposición, controlar el oxígeno que llega a su líder. Con la diferencia del ritmo. Todo lo que le pasó a Zapatero al final, le ha pasado a Rajoy ya al principio, a los cien días. No le gusta lo que hace; tampoco a Zapatero: si alguien espera pedagogía y convicción de este tipo de gobernantes puede darse por vencido antes de empezar la partida. Rajoy ha incumplido en cien días un buen puñado de sus promesas electorales; Zapatero le abrió el camino en los incumplimientos e incluso en la inversión de sus promesas y programa en el atropellado y dramático final de su presidencia: alérgicos a la verdad, solo saben ser auténticos en su administración del dolor, que señalan e incluso subrayan con su franqueza. Reconozcamos que ambos lo hacen sin delectación alguna: los sarcasmos y las sonrisas sádicas quedan para Cristóbal Montoro cuando exhibe su voracidad interventora.
Zapatero era un relato excesivo, quebrado por la realidad que se le fue por otro lado. Rajoy es todo realidad sin relato, en el sigilo galaico de la escalera. Pide silencio incluso a la oposición, a la que pagamos para que hable, y a la calle, donde la protesta cívica, pacífica y democrática, es ingrediente imprescindible de una sociedad viva y dinámica. La fatalidad del rigor sustituye así a la palabra y a la política, secuestradas ambas por la afasia gubernamental, que no sabe ni quiere explicar y comunicar a los ciudadanos, dar un poco de sentido y de dirección al giro más tajante y dramático en políticas sociales, laborales y presupuestarias de los últimos 30 años.