
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
Decepcionar, en política, es un arte. No todo el mundo tiene acceso a sus arcanos. Es una forma de finta para descolocar a los enemigos y agrupar mejor a los amigos. Pero a veces sale mal y lleva a que todos queden descolocados y decepcionados. La decepción se convierte en fracaso y puede convertirse en letal. Barack Obama va a poner a prueba muy pronto sus dotes como artista y doctor en decepciones. De entrada ha hecho ya un primer movimiento, probablemente muy ligero frente a lo que nos espera, para empezar a desengañar a una parte de su numerosa y entusiasta parroquia. Los nombramientos para el Gobierno que entrará en funciones a partir del 21 de enero han proporcionado un buen golpe al ala más radical de los demócratas. Es un Gobierno centrista y continuista, que sólo en el capítulo de medio ambiente parece responder al radicalismo de la campaña electoral, principalmente de las primarias.
Pero no deja de ser un efecto anuncio, que obliga a esperar a los hechos. Los cien primeros días permitirán comprobar si el ritmo y la orientación de las decisiones conducirán a prontas y amargas decepciones o si, por el contrario, responderán a todas las expectativas creadas durante sus 21 meses de campaña. Hay que tener claro, sin embargo, que las decepciones más visibles y efectistas suelen producirse en la zona más radical del propio electorado, a la que fácilmente se puede aislar si a la vez se consigue una consolidación y ampliación del consenso en la zona central. La permanencia de España en la Alianza Atlántica tras el referéndum convocado por Felipe González en 1984 decepcionó, y de qué manera, a su electorado más izquierdista, pero consolidó de tal forma la autoridad del presidente en el centro de la escena que llegó a convertirse en una de las bazas de su éxito. La auténtica decepción fue la que llegó después, cuando los asuntos de corrupción y la guerra sucia antiterrorista crearon un divorcio insalvable entre una zona del electorado moderado más próxima y el socialismo.
Algo parecido le ha sucedido, a una escala mucho mayor, a Tony Blair, un político que llegó al poder con unas expectativas enormes, que fueron muy pronto satisfechas sobre todo en temas de política interior, como la paz en Irlanda, la devolution a Escocia o las reformas de la Cámara de los Lores. Decepcionó con su europeísmo tan escasamente efectivo, sobre todo fuera del Reino Unido. Pero la gran decepción, principalmente entre los suyos, se produjo con la guerra de Irak, cuando Blair se ganó el apelativo de caniche de Bush, claramente injusto porque su actitud fue producto más de la arrogancia y de la osadía que de la sumisión: creyó honestamente que sería capaz de dominar y dar la vuelta a la aventura siniestra de Irak hasta conseguir reconducir el proceso de paz entre árabes e israelíes. El auténtico caniche de Bush, utilizado para fotografiarse con él y para lanzar un par de ladridos, fue otro, del que prefiero no hablar. Éste sólo decepcionó muy tangencialmente a la extrema derecha, que hubiera querido todavía más prebendas y concesiones.
Veremos pues cuándo, cómo, en qué y a quién decepciona Obama y hasta dónde llegan sus habilidades a la hora de graduar la disonancia de sus seguidores entre las expectativas que ha creado y las realidades que van a emanar de sus decisiones de Gobierno. Leo en el semanario ‘New York’ un sugerente artículo en el que precisamente se establece un paralelo entre los comienzos y las habilidades demostradas por Blair y por Obama, del que se puede deducir una cierta predisposición a una decepción de dimensiones parecidas. Para terminar con el ejercicio, apuntar la existencia de políticos que no navegan por las aguas de la decepción porque nunca han creado expectativas positivas, sino todo lo contrario: su fracaso es todo un éxito, que puede llegar incluso a engrandecerles.