Lluís Bassets
El voto a mano alzada es magnífico para el tumulto. Los brazos se levantan como lanzas antes del combate y no hay más que decir. Si alguien quiere tomarse la votación en serio constituye entonces una invitación trágica: esos pobres brazos solitarios que se oponen a la mayoría, se ofrecen a ser contados como candidatos a la expulsión, la cárcel o la guillotina.
De ahí la maravilla que hemos descubierto estos días: el voto positivo consiste en un aletear de ambas manos alzadas. Cunde y encandila. Nadie se fija luego en los votos en contra, las abstenciones y otras mandangas.
Lo único que cuenta es conseguir que levanten el vuelo las palomas del asentimiento a una propuesta bien cargada de ideas audaces y de propuestas que alienten el narcisismo de esas nuevas masas convocadas a través de teléfonos y ordenadores.