Lluís Bassets
Hay 1.100 kilómetros entre Viena y Bruselas, y apenas hubo 24 horas de diferencia entre el acuerdo final en las negociaciones para impedir el acceso de Irán al arma nuclear celebradas en el Palais Cobourg vienés y la aprobación del tercer plan de rescate de Grecia por parte de la cumbre del euro, que reunió a los jefes de Estado y de Gobierno y a ministros de Economía de los 19 países que forman parte de la moneda única en el edificio Justus Lipsius bruselense.
Entre lunes y martes de esta semana la atención mundial se ha concentrado en las dos ciudades de la vieja Europa. Días históricos, ciertamente. Esta vez eran ajustadas a la realidad esas palabras tan desgastadas. Grecia no sale del euro, por el momento, y menos todavía de la Unión Europea. Irán no va a tener arma nuclear y emprende el camino para escapar de su aislamiento y del régimen de sanciones económicas al que estaba sometido.
Tanta proximidad en el espacio y en el tiempo no encuentra paralelismo en el espíritu de ambos acuerdos. La negociación del grupo llamado P5+1 (los cinco países con derecho de veto en el Consejo de Seguridad, que son Estados Unidos, Rusia, China, Reino Unido y Francia, además de Alemania) con la República Islámica de Irán terminó en un ambiente de optimismo y esperanza, mientras que la cumbre del euro lo hizo en un clima de alivio por el desastre evitado en el último momento, pero también de pesimismo y angustia. Es una nueva era, tal como titularon muchos medios de comunicación, pero de desconfianza e incertidumbre para Europa y de nuevas expectativas y esperanzas para Irán. En ambas ciudades se evitó lo peor: en Bruselas, que se rompiera una zona monetaria con vocación de irreversibilidad; en Viena, que Irán encabezara un peligroso salto en la proliferación nuclear. Ambos peligros se proyectan en su dimensión geopolítica, con una Grecia desplazada hacia Rusia en caso de un Grexit y un Oriente Próximo todavía más incendiado, en el que avanza el Estado Islámico sobre la falla sectaria que divide a chiíes y suníes.
La negociación de Viena ha sido ejemplar en muchos conceptos. Culminan 12 años de tentativas, llenas de fracasos y amenazas. Siempre ha estado encima de alguna mesa el ataque a las instalaciones nucleares iraníes: las de George Bush y Benjamín Netanyahu, sin duda. Obama invirtió los términos de la amenaza: nada podría impedir la guerra si fracasaban las negociaciones.
Ha sido crucial para sentar a los iraníes a negociar el régimen de sanciones y específicamente la invocación por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas del capítulo 7 de la Carta de Naciones Unidas, que permite el uso de la fuerza ante un peligro para la paz. También ha contado la victoria electoral en 2013 de un presidente reformista como Hasan Rohaní, que se ha rodeado de un equipo diplomático, encabezado por un ministro de Exteriores como Javad Zarif, con formación occidental y capacidad negociadora.
Todo lo contrario de lo que ha sucedido con los cinco años de negociaciones y los tres rescates para Grecia, llenos de incumplimientos y reproches mutuos, que han ido creciendo hasta convertirse en un nido de rencor y desconfianza. La mitad de los europeos cree que Grecia es culpable porque se gasta el dinero de los otros y la otra mitad que lo es Alemania por su actitud arrogante y dominadora.
Son acuerdos regionales, pero de trascendencia global. Grecia preocupa a Obama y a Xi Jinping, mientras que Putin la observa con avidez de emperador resucitado. Ante el acuerdo de Viena, Benjamin Netanyahu y Salman Ben Saud sostienen la posición inversa del presidente estadounidense: no cierra el camino de la bomba, sino que lo garantiza y abre las puertas a la proliferación nuclear en la región. En realidad, Israel y Arabia Saudí no temen la bomba, sino la competencia de Irán por la hegemonía regional.
Para la visión más rosada, el parto doloroso de la madrugada del lunes conducirá a la consolidación definitiva del euro y el pacto nuclear del martes a la paz en el Gran Oriente Próximo que se extiende hasta Afganistán. Para la más negra, es solo el principio de la descomposición del euro y la apertura de una era de proliferación en el golfo Árabe o Pérsico que terminará a bombazos entre chiíes y suníes o entre Israel y los Estados islámicos vecinos.
Ambos acuerdos ponen a prueba a las instituciones, nacionales e internacionales. Los Gobiernos deben explicarlos ante los Parlamentos y estos deben aprobarlos. Atención: también el de Irán. Luego aplicarlos y que funcionen. La arquitectura compleja de los acuerdos es la forma que adquiere la gobernanza real del mundo: poco que ver con la simplicidad y claridad que las opiniones públicas demandan.
Cuando el objeto sobre el que se trabaja es global, la estructura institucional deviene laberíntica. Sufre la democracia, cierto. También la transparencia. ¿Quién puede leer y comprender esos largos y enojosos protocolos firmados de madrugada? Osar ponerlos a votación popular, como hizo Tsipras, es un disparate que se paga sin demora y al contado. ¿Alguien osaría hacerlo con los acuerdos nucleares?
Hay dos líneas de puntos que se cruzan entre el mapa de la región más próspera, pacífica y estable de la historia, Europa, y el de la región donde hay mayores desigualdades, más guerras y más inestabilidad política, Oriente Próximo: una señala el declive de Grecia, que empezó en 2010, y la otra la emergencia de Irán, que todavía no ha empezado.
Todo tiene enmienda: Grecia puede todavía salir del agujero e Irán seguir metido en él, pero el aire que se respira dice lo contrario. Las clases medias griegas empobrecidas saben que jamás volverán los viejos buenos tiempos del dinero barato, mientras que las clases medias ascendentes iraníes esperan con avidez el chorro de dinero que llegará con el desbloqueo de cuentas y la apertura al mundo.
Entre Viena y Bruselas ha quedado marcado un momento del desplazamiento del poder global, siempre en dirección hacia Oriente.