Lluís Bassets
La nominación de Sonia Sotomayor, una portorriqueña del Bronx, para
ocupar una vacante del Tribunal Supremo despeja rápidamente la
pregunta: jamás se le habría ocurrido a George W. Bush la idea de
elegir a un jurista del perfil de esta juez de apelaciones de Nueva
York. Las próximas audiencias ante el Senado para la confirmación de la
magistrada, en las que serán analizadas con lupa su biografía y sus
opiniones jurídicas, proyectarán todavía con mayor fuerza una novela de
ascenso social y de éxito meritocrático que sólo se da con tanta fuerza
y ejemplaridad en la sociedad norteamericana. Nada hay, pues, de Bush
en Obama por este lado.
No puede decirse lo mismo respecto al giro que ha iniciado Obama en
su política antiterrorista, con el discurso que pronunció hace una
semana en los Archivos Nacionales de Washington, y que cabe centrar en
una idea basilar: la Guerra Global contra el Terror, declarada por Bush
en 2001 después de los atentados del 11-S, no ha terminado. El único y
destacable matiz que le diferencia de Bush es que no se constituye en
su caso en la clave de bóveda de su política exterior. Pero sí le sirve
para justificar el mantenimiento de las leyes de guerra para combatir
el terrorismo, en vez del régimen garantista del Estado de derecho
utilizado por los socios europeos frente a una plaga violenta que
consideran una cuestión de seguridad interior.Mientras dure esta
contienda sin fin, Obama se considera autorizado para mantener unas
comisiones militares que juzguen a los terroristas y, en los casos en
que no sea posible, un sistema de detención indefinida, ambas
cuestiones seriamente impugnadas por las asociaciones de defensa de los
derechos humanos, a pesar de que el presidente quiere introducir
garantías, someter este sistema a un control judicial ordinario y
fundamentarlo en una legislación pasada por el Congreso.Todo
esto es Bush, pero corregido. Y encaja con la negativa de Obama a pasar
cuentas con el pasado: su predecesor pudo equivocarse, pero el objetivo
era el mismo. Aunque de nuevo ahí hay una diferencia: Bush y los suyos
querían cubrirse personalmente legalizando las fechorías que estaban
realizando en nombre de la razón de Estado; Obama quiere cubrir la
Constitución y la ejemplaridad de Estados Unidos mediante un sistema
legal que mantenga el equilibrio quizá imposible entre seguridad y
libertad.El ex vicepresidente Cheney se lo ha reprochado en el discurso que pronunció el mismo día desde un think tank ultraconservador: no hay medias tintas ante el enemigo. Pero otros neocons
le han aplaudido, aunque con no poca sorna. Véase lo que ha escrito
Charles Krauthammer, quizá el más brillante y cáustico de los
columnistas conservadores: "Las políticas de Bush en la guerra contra
el terror no esperarán la reivindicación de los historiadores. Obama lo
está haciendo un día detrás de otro. Sus rechazos no significan nada.
Basta mirar a los hechos" (The Washington Post, 22 de mayo). Es
muy inquietante la convergencia entre los extremos, los defensores de
Bush por un lado y la izquierda por el otro. Unos por paloma asustada y
los otros por halcón camuflado; los primeros por no reivindicar los
méritos antiterroristas del predecesor y los segundos por no
reconocerlos, pero como delitos ante una comisión de la verdad o
incluso ante los tribunales.Obama prometió cerrar Guantánamo en
un año, prohibió la tortura, clausuró las cárceles secretas y anuló los
dictámenes jurídicos que interpretaban torcidamente las convenciones de
Ginebra. Pero cuando ha querido concretar su política antiterrorista ha
sufrido un muy serio revés en el Congreso, donde ninguna de las dos
cámaras ha querido aprobar los fondos para desmantelar Guantánamo y
trasladar los presos peligrosos a instalaciones en territorio
norteamericano. Los congresistas, en una actitud de populismo nimby (not in my backyard,
es decir, no en mi patio trasero), rechazan el traslado de presos
peligrosos a sus respectivos estados por los prejuicios electorales que
pudiera causarles, ante el regocijo de los neocons. Unos y otros, en cambio, no tienen empacho en pedir a los europeos que aceptemos a más presos del limbo jurídico antillano.En
la biografía, que es como decir, en la clase social, nada hay de Bush
en Obama. Lo que en uno es herencia, en el otro es experiencia: lo que
en uno es privilegio en el otro es mérito. Pero en sus políticas hay un
fondo común que tiene que ver con la tradición política y los valores
compartidos, que el primero forzó hasta la tergiversación y el segundo
quiere recuperar en toda su excepcionalidad y ejemplaridad. La
respuesta a la pregunta inicial se formula en otros términos cuando se
dirige hacia nosotros los europeos como aliados que somos de Estados
Unidos: ¿hasta dónde la cantidad de Bush que hay en Obama impedirá
recuperar de nuevo el pulso en la relación transatlántica?