
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
La lucha por el poder, en esencia, poco ha cambiado a lo largo de las épocas, como tampoco varía mucho de un país a otro. Quítate tú que me pongo yo significa en el límite un combate en el que se juega el todo por el todo, con todas las armas y sin cuartel para nadie. En épocas primitivas era un mero combate de jefes, un duelo a muerte en el que ya se sabía que habría un vencedor y un vencido. Luego, en épocas por fortuna pretéritas, era un juego de astucia y crueldad que se resolvía por el engaño y la tajante resolución final que proporcionaban el puñal o el veneno. En nuestra época todavía aparecen de vez en cuando reminiscencias: con cadáveres auténticos en países como Rusia, con asesinatos simbólicos a través de los medios en los más civilizados. Pero la esencia del negocio sigue siendo la misma: la liquidación definitiva del adversario.
También son interesantes las diferencias que podemos registrar según latitudes y países. Hay países donde todo se hace con gran elegancia, sin despeinarse ni perder en ningún momento la compostura. Es admirable, por ejemplo, el espectáculo de largueza moral que ha organizado Dominique de Villepin ante los tribunales, pasando de acusado a excusador de todos, incluso de quienes han prestado testimonio en su contra o le han perseguido. Es verdad que hay mucha ironía en su actitud, que juega sobre la eventualidad de una absolución total o parcial que le mantenga a flote y le permita desafiar de nuevo la autoridad de Sarkozy.
En Italia, el berlusconismo ha conducido a la decadencia del civilizado florentinismo sustituido por la sal gruesa y por los modos agrestes de la mafia siciliana. Es la distancia que hay de Andreotti a Berlusconi y de la democracia cristiana al Polo de la Libertad. La venganza política, en todo caso, se halla inscrita como un emblema imborrable en esa forzada sonrisa odontológica del gran patrón, que exhibe al modo como lo hacen los caninos cuando se ve atacado. Si en Francia estábamos entre mosqueteros, aquí son escenas de gran bandidaje.
¿Y España? ¿Qué decir de las amenazas verbales y miradas torvas entre quienes se disputan el poder dentro del Partido Popular? La tradición que viene aquí en mente es la cuartelera, en la que se combinan largas etapas de pronunciamientos con otras de dictadura, siempre con el espadón al mando, dispuesto a cortar varias cabezas de un solo mandoble. Eso sí, lo que se valora siempre y sale triunfante no es el valor ante el combate ni las dotes militares de estos soldados que se disputan entre sí; sino el valor en la sala de banderas, la capacidad de hacerse con el cuartel y la decisión de fusilar sin piedad a quienes se opongan.
Sigamos consolándonos pues y que se sigan consolando las víctimas de estos combates ahora por fortuna incruentos. Nadie desmochará sus cabezas; o sólo sucederá simbólicamente. Todos ellos vivirán para contarlo, y podrán meditar sobre lo que les habría sucedido hace apenas unas décadas cuando el castigo más probable para su ambición hubiera sido el patíbulo o un falso accidente.