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Blogs de autor

Borges y tú

Por 22 de marzo de 2010 Sin comentarios

Julio Ortega

A partir de “Borges y yo,” mis estudiantes pusieron a prueba el tema del doble y escribieron sus propias versiones, no sin humor y con bravura.  Selecciono algunas para proseguir con la hipótesis del lenguaje como la conversación de que estamos hechos.

 

Ana Carmen Martínez-Ortiz Carcheri: Martínez y yo

Ni a mí ni a la otra, a Martínez, se nos ocurren cosas. Camino por la biblioteca y me demoro viendo títulos de libros, acaso libros que quisiera leer, para mirar la evolución del conocimiento y la fractura de mi inteligencia; de Martínez tengo noticias por el correo, y veo su nombre en una notificación que exige que devuelva libros que no leyó, alfabetizados por el apellido del autor. Me gustan los dibujos de sátira política, los índices, la tinta indeleble de la historia, las listas, el sabor del papel, y las fotografías de los famosos; la otra comparte esas preferencias, pero de un modo intelectual que las convierte en placeres plebeyos de tonto. Sería triste si nuestra relación fuera desigual; yo disfruto de tonteras, yo me meto las hojas de los libros en la boca para que Martínez pueda tramar su apariencia de académica y esa apariencia me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado seducir a los consejos del rector, pero el rector no me puede salvar, quizá porque la sabiduría no es de nadie, ni siquiera de la otra, sino de los muertos o los moribundos. Por lo demás, yo estoy destinada a balbucear, siempre, y sólo un aliento moribundo de mi cuerpo podrá sobrevivir la imposibilidad de ser sabia. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su estupidez envuelta de libros prestados. Darwin entendió que todos los seres vivos quieren subir de rango; los que viven de la admiración de los consejos del rector quieren que el rector los admire, y los tontos quieren salir de la tontera. Yo he de quedar en Martínez, no en mí (si es que logro deshacerme de su prejuicio contra los tontos que parecen tontos), pero me reconozco menos en sus aires de grandeza intelectual que en muchos chiquillos pobres que creen que los libros sirven sólo para encender un fogón. Hace años traté de librarme de ella, pero me di cuenta de que la vida les es cruel a los pobres tontos que son tan tontos que lo parecen; pero el juego de no parecer tonta es de Martínez y tendré que aceptar su sensatez. Así, mi vida es teatro y toda hoja de libro que mastico es del olvido, o de la biblioteca.

 

Emily Latorraca: Emily y yo

La otra, Emily, es la que alcanza sus metas. Yo deambulo por los senderos de la Universidad de Brown y a veces me paro cerca de las puertas ostentosas para pensar en el privilegio de asistir a la universidad; de ella tengo noticias por lo que hace y veo su nombre en los trabajos entregados o en un programa de la orquesta. Me gustan los libros de neurobiología, la música de Ravel, la textura de los aguacates, los gatos siameses y las montañas Rocosas. Ella tiene preferencias parecidas pero de una manera pretenciosa que las convierte en sustantivos. Vivo para que ella logre sus objetivos académicos y estas metas me sostienen. Puedo confesar que ha escrito algunos buenos trabajos y que ha tocado con éxito unos conciertos para violín, pero la música, como el conocimiento, es fugaz y pertenece más a los compositores y a la cultura. De todos modos, sigo rindiéndole mi ser, aunque sé que ella se preocupa demasiado por destacar. Me quedo en Emily, pero me reconozco menos en el trabajo de ella que en las partituras o en la lluvia torrencial más allá de los límites de la vegetación arbórea en las montañas. Antes traté de escapar de sus cadenas académicas y pasé a la música, pero ahora este atributo le pertenece, y tendré que encontrar otra pasión única. Así, mi vida es una carrera que se enfrenta al reloj de arena, y sigo perdiendo poco a poco.

No sé cuál de las dos soy.

 

Rafael Cebrián: Yo y Rafael

Al otro, a Rafael, es al que envidio. Yo me quedo en España recreándome en una sociedad aletargada que se mira el ombligo,

comparándose con el de al lado para ver quién lo tiene más limpio; pero Rafael vuela,

vive en el aire,

a caballo entre dos mundos hermanos pudiéndose escapar de uno cuando agota, y del otro cuando aburre.

Yo me acabo de despertar y de Rafael sé lo justo por lo que me cuentan mis amigos que son sus amigos, pero a quienes empieza a cuestionar. Yo los conocí antes que él, pero él los conoce mejor. A Rafael el mundo le enseña lo que a mí un país y mucho estudio nunca me enseñaron, y decide compartirlo conmigo.

Su generosidad crece con la voluntad y la mía con los años.

Me gusta el rock, el cine y el teatro, el chocolate, la gente y el olor del verano moribundo; el otro coincide con mis gustos sólo que hace de ellos pasión, y de pasión hace profesión.

La verdad es que nos llevamos muy bien: por las mañanas yo le recuerdo de donde viene y él, por las noches,

me enseña algo nuevo y diferente. De tal forma que:
1. yo me dejo guiar por él y él se deja aconsejar por mí
2. yo le permito avanzar y él me ayuda a crecer
El es ambicioso y cuando se propone algo lo consigue, de ahí que en poco tiempo haya logrado varias cosas que satisfacen en lo personal, y ayudan a confiar en ti mismo. Por eso sé que él me necesita tanto como yo a él. Rafael es libre, yo no, soy prisionero de la vida ordenada y del sentido común; pero sé que muy pronto él me dará mi libertad, o al menos se la pediré prestada. Al fin y al cabo lo mío es de él aunque, lo de Rafael se quedará en él.

Mientras tanto, yo seguiré esperando y él volando hasta que un día aterrice en mí para yo ser él y él ser Rafael.

Buenas noches.

 

Andrew  D’Avanzo: Yo y Borges

La parte de mi que conoce a Borges no soy yo. Cuando pienso en eso,  me pierdo, y esa parte que encuentra a Borges se pierde en mi. Me gustan los poemas, aunque nunca se me han revelado completamente. Yo prefería que el poema fuese puesto en música. Me gusta la clave,  la caja y el ritmo de la salsa habanera que no puedo encontrar en Borges. No obstante, tampoco me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, aunque esas páginas no me provoquen emoción. Pero algo, dentro de mi, se da cuenta de que escribe con sentido y también con emoción. La separación  y unidad del carácter, de la identidad. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá encontrarse en el poema. Una vez logre mi propia creatividad, me encontraré en el lenguaje de la poesía.

 

Sara Mann: Las dos Saras

 Cada vez que pierdo algo—mis llaves y mis zapatillas son las sospechosas habituales—mi primer instinto es Googlearlo.  Me acostumbré tanto a poder Googlear cualquier información que necesito que no puedo captar la realidad de no saber algo y no poder saberlo.  Busco por mi cuarto en un pánico ausente.  Estoy agitada, inquieta.  Pero mientras levanto mis libros y la ropa amontonada, de hecho no espero encontrar las llaves ni las zapatillas ahí.  Apenas pienso en mi entorno.  No, pienso en la pura imposibilidad de la pérdida de lo que sea que perdí, la injusticia de su desaparición, lo ilógico que es perder.  Mi mente se bifurca: la mente que sabe que las cosas no se vaporizan espontáneamente, y la que observa que sí.

Ojalá todo fuera tan sencillo como el tema de las cositas, las llaves, las zapatillas.  Por lo menos con esas cosas hay alivio: existe la colisión, el momento en el que las dos mentes vuelven a superponerse, como dos lentes monocromáticas que juntas te dejan ver en tres dimensiones. Sólo hay que descubrir que las zapatillas estaban siempre debajo de la cama, las llaves tras una taza de té que hace unos días dejé enfriarse.  No todo se encuentra tan fácilmente.  A veces me pregunto si la Sara que vive en ese espacio de la vaporización espontánea de las cosas, donde las sombras tienen más peso que los objetos que las proyectan, se estará alejando cada día más de la Sara que anda por esta zona concreta.  La Sara que se calza, que cierra la puerta de su cuarto con llave, y cuyos pasos resuenan en el pasillo cuando baja las escaleras.  No sé cuál de las dos es la que escucha esos pasos.  Y no sé cuál se lo pregunta. 

 

Lucy Dunning Stephenson: Lucy y yo

Soy Lucy. Mi nombre traduce bien al español. No trae problemas de pronunciación. Pero yo siempre me debato entre los idiomas, las costumbres, y esto y aquello. Mi nombre traduce bien, pero yo no. ¿Es correcto tratar de traducirse a sí mismo? Vuelvo a pensar en español, pero son pensamientos “gringotescos,” como describía mi acento mi profesora de español. Ella sabe, es de México, y tiene que saberlo. Mis pensamientos pasan por mí, un yo que funciona como una maquina inteligente. Ah, caray (¿es mexicano, “caray”?). A veces esta maquina se humaniza, comprendiendo íntimamente como  se usa un concepto fluido. Buena onda. A veces siento otro yo emergiendo, echando una ojeada a la estructura rígida que yo (¿quién?) he construido a través de años de estudiar tantos libros como aspectos de la vida hispánica. 

¿Quién es este yo nuevo, procurando salir del cascarón? Mi compañera de cuarto me dice que hablo una mezcla de español peninsular literario, y castellano porteño y mexicano, todo coloreado, yo supongo, por mi cadencia norteamericana. Imagino que habrá un poco de Guatemala también, por trabajar en Austin, y quizá algo de Colombia, por conscientemente deconstruir el estilo comunicativo de Juanes y Shakira. Mi compañera sabe, es de Puerto Rico, y tiene que tener razón.
 

¿Cuándo florecerá mi propio ser hispanohablante? Siento el fuego, pero ¿cuándo irradiará por cada aspecto de mi existencia? Parece hacer luminosos a otros, pero a mi me quema. Todos en Córdoba conocen cumbia o salsa, y esto y aquello, y todo parece fluir por los aspectos aun más difíciles de la vida latinoamericana. ¿Es un estereotipo? Probablemente. ¿Estoy demasiado consciente en esto? Sé algo, sin duda, aunque no ha llegado a florecer la hispanohablante natural.
 

El “Stephenson” indica de donde vengo; soy y siempre seré anglosajona, protestante por herencia, hace no sé cuántos años. La “Dunning” es irlandés, un viejo nombre de la familia. Sigo trabajando en la Lucy.

 

Daniel Loedel: Leonard y yo

Yo inventé a Maxwell Leonard para poder hablar secretamente de Daniel Loedel. Es decir, de mí mismo. Le di todos los cuentos verdaderos de mi vida y los escondí bajo del título de ficciones. Así pude decir de ellos, sin la arrogancia de esos personajes Victorianos que lamentan sus destinos, que fueron, honestamente, trágicos. Le di también mi personalidad, mi temor de morir, de desaparecer; y pude decir que esas ficciones eran curiosas, interesantes, y casi universales. Pude decir, sencillamente, que se trataba de un hombre moderno, el primer ejemplo de esa nueva conciencia mundial, que el universo es infinito, y la experiencia humana del todo insignificante. En efecto, pude decir de Maxwell Leonard todo lo que quise decir de Daniel Loedel. Fue, en ese sentido, tal vez algo común. Pero poco a poco Loedel empezó a cambiar, aunque Leonard siguió siendo él mismo. A Loedel le interesaba la política del día, la casa y la vida, mientras que Leonard todavía se interesaba en el tiempo, el universo y la muerte. Cada vez que Loedel escribía de Leonard, le reconocía menos, como si su imagen en el espejo no se moviese con él, sino por voluntad propia; y finalmente,  parecía que estaba investigando a otro y que, por primera vez, no encontraba respuestas. Como Loedel ya no escribía de Loedel, sino de otro, de Leonard, un personaje mucho más complicado e importante que Loedel; y como Loedel ya no tenía a nadie que escribiese de él, le vino una terrible envidia, y un deseo de venganza. Fue pronta y fácil su solución:  lo iba a destruir. Lo iba a dejar sin autor. Pero antes, tenía que darle alguna clase de funeral porque, a pesar de todo,  quería mucho a ese Maxwell Leonard suyo. Escribió un cuento dedicado a esa relación, y quedó tan satisfecho de ello  como del funeral. El cuento se llamaba “Leonard y yo,” y fue lo ultimo que  escribió de Maxwell Leonard.

 

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Julio Ortega

Julio Ortega, Perú, 1942. Después de estudiar Literatura en la Universidad Católica, en Lima,  y publicar su primer libro de crítica,  La contemplación y la fiesta (1968), dedicado al "boom" de la novela latinoamericana, emigró a Estados Unidos invitado como profesor visitante por las Universidades de Pittsburgh y Yale. Vivió en Barcelona (1971-73) como traductor y editor. Volvió de profesor a la Universidad de Texas, Austin, donde en 1978 fue nombrado catedrático de literatura latinoamericana. Lo fue también en la Universidad de Brandeis y desde 1989 lo es en la Universidad de Brown, donde ha sido director del Departamento de Estudios Hispánico y actualmente es director del Proyecto Transatlántico. Ha sido profesor visitante en Harvard, NYU,  Granada y Las Palmas, y ocupó la cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge. Es miembro de las academias de la lengua de Perú, Venezuela, Puerto Rico y Nicaragua. Ha recibido la condecoración Andrés Bello del gobierno de Venezuela en 1998 y es doctor honorario por las universidades del Santa y Los Angeles, Perú, y la Universidad Americana de Nicaragua. Consejero de las cátedras Julio Cortázar (Guadajara, México), Alfonso Reyes (TEC, Monterrey), Roberto Bolaño (Universidad Diego Portales, Chile) y Jesús de Polanco (Universidad Autónoma de Madrid/Fundación Santillana). Dirije las series Aula Atlántica en el Fondo de Cultura Económica, EntreMares en la Editorial Veracruzana, y Nuevos Hispanismos en Iberoamericana-Vervuert.  Ha obtenido los premios Rulfo de cuento (París), Bizoc de novela breve (Mallorca), Casa de América de ensayo (Madrid) y el COPE de cuento (Lima). De su crítica ha dicho Octavio Paz:"Ortega practica el mejor rigor crítico: el rigor generoso."

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