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Triste Guerra Fría

Por 16 de marzo de 2014 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Jorge Volpi

Poco después de que el 4 de noviembre de 1956 dos columnas de tanques penetrasen en Budapest a fin de aplastar la revuelta que buscaba sustraer a Hungría del Pacto de Varsovia, Estados Unidos y sus aliados se apresuraron a condenar la maniobra -con escasa vehemencia, pues casi al mismo tiempo Francia y Gran Bretaña habían irrumpido por la fuerza en el Canal de Suez-, exigiendo el retiro de las tropas soviéticas. En las siguientes semanas, la retórica del "mundo libre" se tornó cada vez más inflamada, al tiempo que el control soviético sobre su satélite se volvía un fait accompli. Pese a los intentos de llevar el caso a Naciones Unidas y de formar una comisión que investigara los hechos, el temor a una conflagración atómica impedía que Occidente pudiese intervenir en el ámbito de influencia de su antiguo aliado.

            No es casual que la reciente invasión de Crimea parezca resucitar los fantasmas de esos tiempos: por primera vez desde la eclosión de la URSS, Rusia ha decidido apoderarse de facto del territorio de una nación soberana mientras Estados Unidos y la Unión Europea se conforman con anunciar débiles represalias. A la hora de analizar el conflicto, la mayor parte de los analistas fijan sus miradas en Vladímir Putin, a quien presentan como una suerte de matón profesional que, sin eludir su condición de agente del KGB, se muestra obsesionado con devolverle a Rusia su antiguo imperio a cualquier costo. Las mismas voces que hace unos meses celebraban su habilidad para impedir la incursión de Estados Unidos en Siria -la cual incluso le granjeó su nominación al Nobel de la Paz-, ahora lo presentan como el único responsable de la crisis. Pero, tal como ha demostrado desde que sustituyó al errático Borís Yeltsin, Putin no es ni un palurdo ni un demente. Al contrario: pocos hombres de poder se han acomodado mejor al nuevo orden multipolar.

            En cualquier caso, las diferencias entre esta nueva Guerra Fría y la original son demasiado profundas. A diferencia de entonces, hoy Rusia no representa un modelo ideológico contrario al de Occidente, sino su paradójica exacerbación. Cuando la URSS se autodestruyó en 1991, Rusia y sus antiguas dependencias fueron el mayor campo de ensayo de la utopía neoliberal encabezada por Ronald Reagan y Margareth Tatcher. Allí, más que en ninguna otra parte, los mercados fueron dejados a su arbitrio, libres de cualquier regulación, al tiempo que el estado era reducido al mínimo. El resultado: un caos sin freno que enriqueció a unos cuantos oligarcas y acentuó pavorosamente la desigualdad social.

            No fue sino hasta la llegada de Putin que Rusia recuperó la estabilidad de la mano de un feroz capitalismo de estado incapaz de tolerar la menor disidencia (de allí la venganza contra un antiguo aliado como Jodorkovski). Desde entonces, Putin se ha dedicado a reforzar su autoridad mediante un hábil equilibrio entre la intimidación y la benevolencia. La invasión de Crimea debe ser entendida en esta lógica: un golpe de mano para indicarle a Estados Unidos y la Unión Europea que la época en que podían extraer de su esfera a sus antiguas dependencias -como ocurrió con sus vasallos de Europa del Este y luego con los países bálticos- ha llegado a su fin.

            Sólo que la recuperación de Crimea, que hoy celebra un referéndum que sin duda ganarán los partidarios de la unión con Rusia, podría revertírsele a Putin más pronto de lo que imagina. Usar el ejemplo de Kosovo para justificar la secesión de la península resulta demasiado peligroso si se toma en cuenta que existen decenas de nacionalidades en el ámbito de la Federación, empezando por los chechenos, las cuales ahora podrían invocarlo con idéntica legitimidad. Por no hablar de la suspicacia y el recelo que habrán de acentuarse en las antiguas repúblicas soviéticas que hoy siguen dependiendo económicamente de Moscú, sobre todo en Asia Central. Por ello, a la hora de juzgar la actuación de los hombres providenciales, siempre vale la pena recurrir a otro ruso, Liev Tolstói. Quizás Putin sea el motor de los drásticos cambios que se verifican hoy en esa parte del mundo pero, tal como le ocurrió al Napoleón de Guerra y Paz, ni siquiera el estratega más astuto es capaz de adivinar las consecuencias últimas de sus actos. Tal vez hoy Ucrania pierda Crimea, pero nadie pone en duda que la invasión de Hungría en 1956 fue el germen de la irremediable descomposición -no sólo política, sino moral- que al cabo terminó por destruir a la URSS.            

 

Twitter: @jvolpi

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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