Jorge Volpi
Por fin, el Muro. Muchos insistían en que era una bravuconada más. Otro de sus desplantes de campaña. Un anzuelo para atraerse a un mayor número de votantes blancos desencantados y racistas. Un proyecto irrealizable que Trump dejaría atrás al llegar a la Casa Blanca. Un Gran Muro, un Bello Muro -son sus palabras- que terminaría convertido en una maltrecha verja. Y, una vez más, se equivocaron: el miércoles pasado, en una visita al Departamento de Seguridad Interior, firmó el decreto que impulsa su construcción, al lado de otras medidas igualmente contrarias a los derechos humanos (en la misma semana en que declaró que la tortura funciona "totalmente"). El Muro: una medida de la Edad Media para los albores del siglo XXI.
Quienes carecen de perspectiva histórica no comprenden que, en política, los símbolos suelen resultar más poderosos que los hechos. Que los símbolos producen hechos. El Muro de Berlín era sobre todo un símbolo. Y la Cortina de Acero, sagazmente inventada por Churchill, ni siquiera tenía existencia real. Dos símbolos utilísimos para fijar no tanto una frontera física como una imaginaria. La división entre dos esferas irreconciliables: los de adentro y los de afuera; los amigos y los enemigos; nosotros y ellos. Nosotros frente a ellos. Nosotros contra ellos. De ahí el anhelo de tantos por abatirlos. De ahí, incluso, el ímpetu de Reagan -con quien Trump se compara falazmente- de derrumbarlos. Y de ahí, en especial, el temple de millones de ciudadanos de Europa Central y del Este por destruir esa frontera que circundaba tanto sus cuerpos como sus mentes.
A la larga, ningún muro ha servido para contener a los extranjeros o a los nativos que se han empeñado en traspasarlo, pero han sido el pretexto ideal para un sinfín de asesinatos, violaciones a los derechos humanos, vejaciones y deportaciones. Piénsese, si no, en el que separa a Israel de Palestina. Un símbolo que justifica y alienta el racismo, la xenofobia, el desprecio y el desconocimiento de los otros, el nacionalismo y el chovinismo extremos. El Muro es el reverso de la Declaración Universal de los Derechos Humanos -otro símbolo-, pues encarna la idea de que no todos los seres humanos somos iguales.
Para Trump, el Muro también es un símbolo: el estandarte de unos Estados Unidos preocupados sólo por sí mismos, de un país que revive su añeja tradición aislacionista -que casi lo lleva a permitir el triunfo de Hitler en la segunda guerra mundial- y se considera superior a todos los demás; una barrera que busca frenar la infección representada por los inmigrantes mexicanos y latinoamericanos, una vacuna para esterilizar a los estadounidenses blancos y protestantes de la contaminación externa. Una medida que recuerda al nazismo al caracterizar a quienes se arriesgan a cruzar la frontera, en busca de una vida mejor, como violadores y criminales sólo por su origen étnico.
El Muro de Trump es una humillación para México. Una amenaza externa, como no la habíamos experimentado desde la invasión estadounidense de Veracruz en 1914, que está a punto de inaugurar una guerra fría entre las dos naciones. Ante esta agresión, el presidente Peña Nieto tendría que haber cancelado su viaje a Washington pero, arriesgando otra vez una estrategia de contención -que trae a la memoria al Pacto de Múnich-, se abstuvo de tomar la iniciativa hasta que el propio Trump volvió a desairarlo con su personal arma de guerra: un tuit.
Esta debería ser la última prueba de que la diplomacia tradicional no sirve frente a un demagogo dispuesto a quebrantar el estado de Derecho y a romper todas las normas de convivencia internacional. Ha llegado la hora de que gobierno y ciudadanos asumamos que México se halla frente a una situación de emergencia. Nos corresponde imaginar iniciativas ciudadanas para circundar su llamado al odio; forzar a nuestro gobierno a encararlo con tanta determinación como imaginación política; trabar nuevas alianzas en el mundo; encabezar una defensa global de los derechos humanos y los valores de nuestra civilización frente a la incipiente tiranía de Trump.
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