
Eder. Óleo de Irene Gracia
Jorge Volpi
Con una media sonrisa que apenas palia su incomodidad, Mariano Rajoy le dirige un guiño cómplice o aturdido a Ángela Merkel, quien lo observa de soslayo con su frialdad habitual. En teoría los dos jefes de gobierno comparecen ante la prensa para dar cuenta de los (mínimos) avances que experimenta la economía española, pero todas las preguntas se desvían hacia el último escándalo que ha estallado en la Península luego de que el diario El País publicase una supuesta lista de pagos irregulares a decenas de altos cargos del Partido Popular, entre los que se cuenta el propio Rajoy. Célebre por su carácter impenetrable y su repulsión a las respuestas directas -todo ello derivado, se dice, de su temple gallego-, éste se resiste a pronunciar siquiera el nombre de su antiguo tesorero y se limita a decir: "Lo referido a mí y a mis compañeros no es cierto. Salvo alguna cosa". Prudentemente, no detalla cuál.
Las redes sociales no tardan en convertir ese salvo alguna cosa en el tópico del momento mientras España prosigue su inexorable papel como nuevo -y trágico- bufón de la maltrecha Unión Europea de nuestros días, siguiendo los pasos de Grecia, Portugal e Irlanda. Imposible no sorprenderse ante la rapidez con la que esta nación pasó de ser una dictadura gris y decadente a una potencia de segundo orden -aunque en un instante de patética soberbia, José María Aznar la soñase de primero-, y la velocidad, todavía mayor, con que descendió a paria del continente.
Pocas sociedades han sufrido con mayor intensidad las turbulencias de esta subibaja social como la española, y su caso se presenta como el mejor ejemplo de lo que puede hacer bien y mal una clase política en momentos cruciales de su devenir. Más allá de las condiciones externas más o menos favorables de los años setenta y ochenta, los Tratados de la Moncloa probaron que sus dirigentes eran capaces de asumir la histórica decisión de dejar atrás su pasado autoritario para enarbolar las reglas de la democracia. Aunque no sin amenazas como el intento de golpe del 23 de febrero de 1981, a continuación el gobierno socialista de Felipe González presumió la visión necesaria para colocar a España en el centro de la Unión Europea, otorgándole la estabilidad -y el ánimo público- para asumirse como una nación próspera.
Desgastados por su largo acomodo en el poder, los socialistas fueron desalojados por la derecha de Aznar, quien a su vez supo aprovechar todas las ventajas que había heredado, aunque sin considerar siquiera los peligros de un endeudamiento excesivo, una gasto público monstruoso o las excentricidades de los cada vez más desbalagados gobiernos autonómicos. Durante más de una década España dilapidó todos sus recursos -en especial los capitales que llegaban desde Alemania-, al tiempo que sus habitantes adquirían hipotecas a diestra y siniestra, impulsados por una fiebre alimentada por sus dirigentes. Todavía durante su primera legislatura, ganada debido a los intentos del gobierno del PP de manipular los atentados terroristas de Madrid de 2004, José Luis Rodríguez Zapatero continuó gobernando al país como si fuese el cuerno de la abundancia.
Cualquier observador atento se hubiese dado cuenta de que esos niveles de endeudamiento -y de derroche- no podrían durar para siempre, pero la clase política que había demostrado su responsabilidad en el pasado se había transformado en el ínterin en otra cosa: un grupo sólo preocupado ya por sus propios intereses. Tanto socialistas como populares se empeñaron, pues, en minimizar la catástrofe financiera del 2008. En vano. Para entonces el lugar de privilegio que España había alcanzado en el mundo había quedado atrás. Muy pronto los socialistas fueron desalojados del gobierno, la Unión Europea se hizo cargo de las cuentas nacionales y Rajoy ya no pudo hacer más que aplicar la ciega política de austeridad dictada desde Berlín.
A partir de allí, una sucesión de desgracias erosionaron por completo no sólo las instituciones, sino el ánimo del país: un desempleo que ya rebasa el 25 por ciento -más del 50 entre los jóvenes-, una monarquía acechada por los escándalos -entre la cacería de elefantes del rey y los desfalcos de su yerno-, un recesión implacable, el desmantelamiento del estado de bienestar y, ahora, las pruebas de una corrupción endémica. Si los papeles de Luis Bárcenas -el tesorero del PP entre 2008 y 2009- resultan tan lamentables, no sólo es por los sobresueldos en negro entregados a decenas de cargos del PP, sino por el nivel de descomposición alcanzado por su clase política en conjunto: mientras los ciudadanos padecen la peor crisis en medio siglo, los responsables de recomponerla se premian y evaden impuestos sin sonrojarse. La conclusión es más bien la inversa de Rajoy: lo que los papeles de Bárcenas revelan sobre los actuales dirigentes españoles -espejo de muchos de los nuestros- parece la más desoladora verdad. Salvo alguna cosa.
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