Jorge Volpi
Se reconocen como orgullosos herederos de una tradición legendaria: cada uno lleva a cabo su labor con paciencia y esmero, consciente de que en sus manos se cifra una sabiduría ancestral. Un pequeño grupo dirige los trabajos -elige los títulos, las tintas, el abecedario- mientras los dibujantes trazan figuras cada vez más sutiles y los artesanos se acomodan en silencio frente a sus mesas de trabajo, empuñando estiletes y pinceles, convencidos de que su industria constituye uno de los mayores logros de la humanidad.
¿Cómo alguien podría siquiera sugerir que su labor se ha vuelto obsoleta? ¿Que, más pronto que tarde, su noble profesión se volverá una rareza antes de desaparecer? ¿Que en pocos años su arte se despeñará en el olvido? Los monjes no pueden estar equivocados: han copiado manuscritos durante siglos. Imposible imaginar que estos vayan a desaparecer de la noche a la mañana por culpa de un diabólico artefacto. ¡No! En el peor de los casos, los manuscritos y los nuevos libros en papel habrán de convivir todavía por decenios. No hay motivos para la inquietud, la desesperación o la prisa. ¿Quién en su sano juicio querría ver desmontada una empresa cultural tan sofisticada como esta y a sus artífices en el desempleo?
Los argumentos de estos simpáticos copistas de las postrimerías del siglo XV apenas se diferencian de los esgrimidos por decenas de profesionales de la industria del libro en español en nuestros días. Frente a la nueva amenaza tecnológica, mantienen la tozudez de sus antepasados, incapaces de asumir que la aparición del libro electrónico no representa un mero cambio de soporte, sino una transformación radical de todas las prácticas asociadas con la lectura y la transmisión del conocimiento. Si atendemos a la historia, una cosa es segura: quienes se nieguen a reconocer esta revolución, terminarán extinguiéndose como aquellos dulces monjes.
Según los nostálgicos de los libros-de-papel, estos poseen ventajas que sus espurios imitadores, los libros-electrónicos, jamás alcanzarán (y por ello, creen que unos y otros convivirán por décadas). Veamos.
1. Los libros-de-papel son populares, los lectores de libros-electrónicos son elitistas. Falso: los libros-electrónicos son cada vez más asequibles: el lector más barato cuesta lo mismo que tres ejemplares en papel (60 dólares, unos 44 euros), y los precios seguirán bajando. Cuando los Gobiernos comprendan su importancia y los incorporen gratuitamente a escuelas y bibliotecas, se habrá dado el mayor impulso a la democratización de la cultura de los tiempos modernos.
2. Los libros-de-papel no necesitan conectarse y no se les acaba la pila. En efecto, pero en cambio se mojan, se arrugan y son devorados por termitas. Poco a poco, los libros electrónicos tendrán cada vez más autonomía. Actualmente, un Kindle y un iPad se mantienen activos por más de diez horas: nadie es capaz de leer de corrido por más tiempo.
3. Los libros-de-papel son objetos preciosos, que uno desea conservar; los libros-electrónicos son volátiles, etéreos, inaprehensibles. En efecto, los libros en papel pesan, pero cualquiera que tenga una biblioteca, así sea pequeña, sabe que esto es un inconveniente. Sin duda quedarán unos cuantos nostálgicos que continuarán acumulando libros-de-papel -al lado de sus añosos VHS y LP-, como seguramente algunos coleccionistas en el siglo XVII seguían atesorando pergaminos. Pero la mayoría se decantará por lo más simple y transportable: la biblioteca virtual.
4. A los libros-electrónicos les brilla la pantalla. Sí, con excepciones: el Kindle original es casi tan opaco como el papel. Con suerte, los constructores de tabletas encontrarán la solución. Pero, frente a este inconveniente, las ventajas se multiplican: piénsese en la herramienta de búsqueda -la posibilidad de encontrar de inmediato una palabra, personaje o anécdota- o la función educativa del diccionario. Y vienen más. Por no hablar de la inminente aparición de textos enriquecidos ya no sólo con imágenes, sino con audio y vídeo.
5. La piratería de libros-electrónicos acabará con la edición. Sin duda, la piratería se extenderá, como ocurrió con la música. Debido a ella, perecerán algunas grandes compañías. Pero, si se llegan a adecuar precios competitivos, con materiales adicionales y garantías de calidad, la venta online terminará por definir su lugar entre los consumidores (como la música).
6. En español casi no se consiguen textos electrónicos. Así es, pero si entre nuestros profesionales prevalece el sentido común en vez de la nostalgia, esto se modificará en muy poco tiempo.
En mi opinión, queda por limar el brillo de la pantalla y que desciendan aún más los precios de los dispositivos para que, en menos de un lustro, no quede ya ninguna razón, fuera de la pura morriña, para que las sociedades avanzadas se decanten por el libro-electrónico en vez del libro-de-papel.
Así las cosas, la industria editorial experimentará una brusca sacudida. Observemos el ejemplo de la música: a la quiebra de Tower Records le ha seguido la de Borders; vendrán luego, poco a poco, las de todos los grandes almacenes de contenidos. E incluso así, hay editores, agentes, distribuidores y libreros que no han puesto sus barbas a remojar. La regla básica de la evolución darwiniana se aplicará sin contemplaciones: quien no se adapte al nuevo ambiente digital, perecerá sin remedio. Veamos.
1. Editores y agentes tenderán a convertirse en una misma figura: un editor-agente-jefe de relaciones públicas cuya misión será tratar con los autores, revisar y editar sus textos, publicarlos online y promoverlos en el competido mercado de la Red. Poco a poco, los autores se darán cuenta de la pérdida económica que implica pagar comisiones dobles a editores y agentes. Solo una minoría de autores de best sellers podrá aspirar, en cambio, a la autoedición.
2. Los distribuidores desaparecerán. No hay un solo motivo económico para seguir pagando un porcentaje altísimo a quienes transportan libros-de-papel de un lado a otro del mundo, por cierto de manera bastante errática, cuando el lector podrá encontrar cualquier libro-electrónico en la distancia de un clic. (De allí la crónica de un fracaso anunciado: Libranda).
3. Las librerías físicas desaparecerán. Este es el punto que más escandaliza a los nostálgicos. ¿Cómo imaginar un mundo sin esos maravillosos espacios donde nació la modernidad? Es, sin duda, una lástima. Una enorme pérdida cultural. Como la desaparición de los copistas. Tanto para el lector común como para el especializado, el libro-electrónico ofrece el mejor de los mundos posibles: el acceso inmediato al texto que se busca a través de una tienda online. (Por otro lado, lo cierto es que, salvo contadas excepciones, las librerías ya desaparecieron. Quedan, aquí y allá, escaparates de novedades, pero las auténticas librerías de fondo son reliquias).
4. Unas pocas grandes bibliotecas almacenarán todavía títulos en papel. Las demás se transformarán (ya sucede) en distribuidores de contenidos digitales temporales para sus suscriptores.
¿Por qué cuesta tanto esfuerzo aceptar que lo menos importante de los libros -de esos textos que seguiremos llamando libros- es el envoltorio? ¿Y que lo verdaderamente disfrutable no es presumir una caja de cartón, por más linda que sea, sino adentrarse en sus misterios sin importar si las letras están impresas con tinta o trazadas con píxeles? El predominio del libro-electrónico podría convertirse en la mayor expansión democrática que ha experimentado de la cultura desde… la invención de la imprenta. Para lograrlo, hay que remontar las reticencias de editores y agentes e impedir que se segmenten los mercados (es decir, que un libro-electrónico solo pueda conseguirse en ciertos territorios).
La posibilidad de que cualquier persona pueda leer cualquier libro en cualquier momento resulta tan vertiginosa que aún no aquilatamos su verdadero significado cultural. El cambio es drástico, inmediato e irreversible. Pero tendremos que superar nuestra nostalgia -la misma que algunos debieron sentir en el siglo XVI al ver el manuscrito deLas muy ricas horas del duque de Berry- para lograr que esta revolución se expanda a todo el orbe.