
Eder. Óleo de Irene Gracia
Jorge Volpi
Hace mucho que se le veía fatigado. Abatido. Casi desde que la fumarola blanca anunció su elección. Sólo que entonces no lucía como el anciano profesor de teología, achacoso y enfermo, que hoy se presenta ante sus fieles, sino como el bilioso responsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cancerbero de la Iglesia, el ideólogo de la vuelta al conservadurismo puesto en marcha por el beatífico -e implacable- Juan Pablo II. Estos ocho años de pontificado hicieron estragos en su salud y en su ánimo. Acosado por los sempiternos lobos de la curia vaticana, la inveterada proclividad a la pederastia de obispos y sacerdotes e incluso las intrigas palaciegas de su mayordomo, Benedicto XVI carecía de las fuerzas necesarias para proseguir su labor evangélica y su combate contra tan variados enemigos. Y, en un postrer arranque de esa lucidez que ni sus más feroces detractores le escatimamos, renunció a su investidura.
Más allá de las especulaciones sobre si ha de interpretarse como un reconocimiento de su derrota frente a los sectores más reaccionarios de la Iglesia o como respuesta final a la corrupción que la carcome y que él denunció con más claridad que ningún otro papa moderno, su retiro anticipado quizás debiera ser juzgado como un acto de congruencia cuyo sentido final habría que trasladar a otro terreno. No me refiero sólo a que otros caducos líderes políticos, aferrados al poder o a su imagen con uñas y dientes -la nómina va de los hermanos Castro al rey Juan Carlos I y de Jorge Romero Deschamps a Elba Esther Gordillo- imiten su ejemplo, sino a la idea extrema de que uno debería poder decidir el momento de retirarse de este mundo.
Para la Grecia clásica y la Roma republicana e imperial, uno de los más preciados dones de los mortales consistía en poder determinar el instante de su muerte. El suicidio y la eutanasia no eran vistos como pecados, sino como soluciones naturales a la vejez, la enfermedad y el dolor. Cuando comprendieron que su misión en la tierra había llegado a su fin, Nerva, Trajano, Adriano, Septimio Severo y Caracalla no dudaron en tomar generosas dosis de triacas -remedios ampliamente valorados en la Antigüedad, compuestos por opio, belladona y otras drogas- a fin de terminar con sus días. Esa dulce muerte, decidida por cada uno, era un símbolo de coraje.
Esta suerte de derecho a la muerte digna nos fue arrebatado por el cristianismo: basta recordar el ostentoso calvario del anciano Juan Pablo II para comprobarlo. Con su monstruosa idea de que la vida no nos pertenece a los humanos sino a su dios, sus sacerdotes convirtieron la eutanasia y el suicidio en crímenes horrendos, y en cambio la decadencia del cuerpo fue ensalzada como fuente de admiración. Atroz inversión ética: en vez de apreciar el valor de quien decide retirarse de la vida, el suicida fue tachado de cobarde y quien administraba la eutanasia de homicida. Vista así, la vejez y las enfermedades terminales se convirtieron en purgatorios forzosos a los que nadie está autorizado a renunciar.
Aún sorprende que esta moral primitiva impregne casi todas las legislaciones del planeta. Por doquier la eutanasia continúa siendo equiparada como un crimen y, si bien no son castigados -porque si tienen éxito no pueden serlo-, los enfermos y los ancianos que optan por el suicidio se topan con una infinidad de trabas para alcanzar su objetivo (basta observar la decisión extrema a la que debe recurrir el protagonista de la magnífica película Amour de Michael Hanecke). El cristianismo tratar a los adultos como niños incapaces de hacerse responsables de sí mismos y su herencia aún se percibe en la decisión de los estados seculares de sancionar la eutanasia y dificultar el suicidio de la misma manera que, en otro ámbito, les prohíbe consumir drogas.
En contra de esta política represiva -no se le puede llamar de otra forma a conculcar la mayor libertad de todas, la de disponer de la propia vida- siempre se han alzado ilustres voces. Thomas Jefferson escribió: "El veneno más elegante que conozco es un preparado a base de datura de estramonio. […] Suscita el sueño de la muerte tan serenamente como la fatiga y el sueño ordinario, sin la menor convulsión o movimiento. […] Si ese medicamento pudiera quedar restringido a la autoadministración, creo que no debería permanecer secreto. Hay en la vida males tan desesperados como intolerables para los que sería un alivio racional".
En un mundo ideal, todos deberíamos disponer de la posibilidad de conseguir una versión moderna de las triacas romanas y de que nos sea administrada bajo supervisión médica. Que Benedicto XVI haya tenido el coraje de renunciar a la más alta investidura de la Iglesia debería ser un antecedente para que esa misma Iglesia (y los estados que la imitan) reformule sus preceptos sobre quienes, igual de fatigados que el papa, no sólo buscan retirarse del trono de san Pedro, sino del dolor y la desesperanza cotidianos.
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