Jorge Volpi
Con un dejo de sarcasmo, el viejo zorro se anuncia a los periodistas que pronto observarán un movimiento peculiar en los mercados. Quien pronuncia la frase es Jean-Claude Trichet, presidente del Banco Central Europeo, quien intenta frenar así el ataque de los inversores a la deuda soberana de España e Italia, cuya prima de riesgo ha alcanzado cotas inéditas. La ambigüedad de Trichet cuesta cara: a la mañana siguiente, las bolsas se desploman.
Del otro lado del Atlántico, la situación no es mejor. Casi en los mismos días, Standard & Poor’s rebaja la clasificación de la deuda de Estados Unidos (la paradoja radica en que S&P siempre concedió las más altas calificaciones a bancos insolventes). Semanas atrás, demócratas y republicanos apenas consiguieron pactar in extremis un acuerdo para salvar a su gobierno del impago: la presión de los extremistas del Tea Party torpedeó las negociaciones hasta el último momento. El día posterior al anuncio, las bolsas vuelven a hundirse.
A cuatro años del inicio de la mayor crisis económica desde 1929, sus coletazos aún azotan al mundo desarrollado (por primera vez, las naciones emergentes han salido mejor libradas). Para desasosiego de sus gobernantes, la debacle no parece llegar a su fin y demuestra que acaso no se trate sólo de una grave perturbación del modelo capitalista, ocasionada por la avaricia y los excesos, sino a un cuestionamiento integral de sus principios.
Esta situación es la consecuencia extrema de la ideología neoliberal de fines del siglo xx. Al tiempo que Ronald Reagan emprendía una feroz guerra económica contra la Unión Soviética, él y sus aliados iniciaron un brutal asedio al estado de bienestar implantado en el mundo libre al término de la segunda guerra mundial. De pronto, la caída del Muro de Berlín y la implosión de la URSS parecieron demostrar la superioridad de sus ideas.
Como ha señalado el novelista John Lanchester en su muy atinado Huy! (Anagrama, 2010), el mundo occidental había creado las sociedades más libres y equitativas de la historia gracias al contraste con el bloque comunista y, durante cuatro décadas, Europa y Estados Unidos implantaron sistemas sanitarios o educativos mejores que los de sus rivales. Vencido -o más bien aniquilado- el enemigo, los adalides del neoliberalismo se lanzaron sin trabas a reducir el estado, a privatizar los servicios públicos y a desregular el mundo financiero.
Vinieron años de "exuberancia irracional" -como los llamó Alan Greenspan-, seguidos de una avaricia incontenible. Se crearon toda suerte de instrumentos financieros de diseño, capaces de eludir la supervisión de unos estados que dependían cada vez más del poder de los banqueros. Políticos irresponsables y empresarios sin escrúpulos propiciaron así la crisis o, como le dijo un taxista islandés a Lanchester: treinta o cuarenta personas ocasionaron la pobreza de millones.
Lo que ocurrió después fue una tormenta perfecta. Los bancos crearon instrumentos financieros que buscaban reducir el riesgo de sus operaciones y que en realidad lo diseminaron entre toda la sociedad -la especulación con hipotecas subprime-, sin que nadie se atreviese a controlarlos. Los bancos prestaron a diestra y siniestra y los ciudadanos invirtieron en la bolsa y en la industria de la construcción en una espiral enloquecida que no se diferenciaba demasiado de un esquema Ponzi global.
Como era previsible, un buen día todo estalló. En un primer momento, los gobiernos permitieron que instituciones insolventes como Lehman Brothers quebrasen sin miramientos. Luego constataron que ello acarrearía la quiebra de todo el sistema (eran DGPQ, demasiado grandes para quebrar) y no tuvieron más remedio que rescatarlas con dinero público. Miles de millones de dólares fueron a dar a las empresas responsables de la debacle sin que sus directivos se hiciesen responsables y continuasen cobrando bonos escandalosos.
En los términos más simples, los estados vaciaron sus arcas para rescatar a estas instituciones privadas (sin "nacionalizarlas", un término prohibido en el neoliberalismo), provocando un gigantesco déficit público, que a su vez sólo puede ser reducido con más recortes sociales. Y así estamos: con deudas públicas gigantescas y más perspectivas de recortes del estado de bienestar. Hoy mismo, el Tea Party en Estados Unidos y la derecha europea están empeñados en aprobar modificaciones constitucionales para prohibir los déficits públicos, lo que implica un nuevo asalto a las prestaciones sociales.
En el lapso de 20 años, las sociedades más libres y equitativas de la historia corren el riesgo de dejar de serlo. No debería sorprendernos que, aquí y allá, en modalidades pacíficas o violentas -de Madrid a Londres, pasando por los países árabes, Israel o Chile-, miles de jóvenes se manifiesten para repudiar un sistema no sólo caduco, sino pervertido.
Nos hallamos en un momento crucial. Es imprescindible articular un nuevo lenguaje que no sólo remiende y justifique las roturas del modelo neoliberal, sino que reniegue abiertamente de su herencia. En vez de justificar más recortes al estado de bienestar, como hace la mayor parte de los políticos (incluso en la izquierda), tendríamos que imaginar cómo volver a expandirlo. El gran reto para las nuevas generaciones consiste en recuperar el idealismo que en el pasado permitió imaginar -y construir- sociedades cada vez más justas.
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