
Eder. Óleo de Irene Gracia
Jorge Volpi
la voz y, sin preocuparse por las descalificaciones de sus críticos, anuncia que se tomará atribuciones que no le corresponden para convertir a su municipio, el más rico de América Latina, en un lugar seguro, ajeno a la ola de violencia que se abate sobre la zona conurbada de Monterrey. Frente a estas palabras que apenas disimulan su tono de advertencia, el gobernador de Nuevo León, decenas de autoridades judiciales y policíacas y cientos de ciudadanos se lanzan en un vibrante aplauso, convencidos de que, para bien o para mal, el empresario Mauricio Fernández no se quedará cruzado de brazos.
En la siguiente imagen podemos observar al reluciente alcalde en primer plano, con su voz profunda y su desafiante acento norteño -su apodo de joven era El Ronco-, narrando con orgullo cómo uno de los criminales que se han atrevido a atentar contra su vida, el Negro Saldaña, ha sido encontrado muerto en la ciudad de México. De no haber sido pronunciado a las 11:45 de la mañana, el anuncio no hubiese parecido sorprendente en medio del estado de guerra que sufre el país en ese octubre de 2009; lo extraño es que el cadáver del Negro, junto con el de dos de sus cómplices, sólo es hallado por la policía del DF a las 5 de la tarde. Sin ruborizarse, Fernández se jacta de predecir el futuro.
Con estas perturbadoras secuencias se inicia El alcalde, el brillante documental de Emiliano Altuna, Carlos F. Rossini y Diego Enrique Osorno que ha iniciado su recorrido en festivales de cine de todo el mundo. En medio del sinfín de historias macabras generadas por la guerra contra el narco, hacía falta este afilado retrato de este hombre de poder que, en sus tres años al frente de San Pedro Garza García, lo transformó en una especie de isla: la única porción de la capital norteña resguardada de homicidios y secuestros, en la cual sus habitantes continúan disfrutando de una vida normal, contrapuesta al estado de sitio -con toque de queda incluido- que domina en los municipios aledaños.
Centrándose sólo en su figura y sus palabras, con eventuales desvíos a su mansión -su alberca enmarcada por un arco gótico, el cráneo de Tricerátops que preside su estancia o el artesonado mudéjar que la cubre- y unas cuantas imágenes rescatadas de los archivos familiares -su fastuosa boda, sus cacerías de ciervos y elefantes, su pasión por las armas de fuego-, El alcalde deja que su protagonista se pinte de cuerpo completo con todas sus aristas. Carismático y dueño de una enfática oratoria -aunque en algún momento su llanto resulte obviamente chapucero-, Mauricio Fernández no duda en presentarse como un héroe, un político sui géneris dispuesto a revelar verdades incómodas -las masacres perpetradas por el ejército en el norte del país- y a actuar allí donde otros se muestras pusilánimes, arropado por un apoyo popular que no se reduce a las "grandes familias", sino a buena parte de la población del estado.
En un país que se desangra, el alcalde de San Pedro se enorgullece de haber expulsado a sicarios y secuestradores, a la vez que admite que los propios capos del narco se han convertido en sus vecinos. En la grotesca fauna surgida en México en estos años de conflicto, Fernández es una rara avis: un multimillonario convertido en político y un político que, como los vigilantes de las películas hollywoodenses, pretende tomar la justicia por su propia mano, asegurándose de que los malvados reciban su merecido obviando las trabas e ineficiencias de nuestro sistema judicial.
Por momentos el alcalde habla con una lucidez que enviarían varios políticos de izquierda- reconoce que las drogas ya son legales gracias a una ley que, no evita decir, fue aprobada por Felipe Calderón, y que los ciudadanos tendrían que decidir si quieren que éstas sean vendidas por los narcotraficantes o por el Estado-, mientras en otras ocasiones su discurso apenas se diferencia del esgrimido por los paramilitares colombianos y, de manera casi explícita, justifica los asesinatos extrajudiciales.
El documental de Altuna, Rossini y Osorno no será del gusto de muchos: habrá quien piense que se trata de una apología de Fernández, cuya eficacia podría seducir a ese sector de la población que exige mano dura, mientras otros lo verán como una denuncia sin contemplaciones de un gobernante que oculta sus crímenes -tan viles como los de sus enemigos- bajo una desvergüenza populista. Allí está, sin embargo, lo más relevante de su perspectiva: en vez de valerse del maniqueísmo que Calderón quiso imponerle a su narrativa de la guerra, El alcalde exhibe esa zona de grisura moral que nos infecta desde entonces. Y, sin alaridos ni desplantes, demuestra que el éxito pacificador de Fernández en su isla de San Pedro, con su íntimo desprecio hacia la ley, es la medida de nuestro fracaso como nación.
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