
Eder. Óleo de Irene Gracia
Jorge Volpi
En un insólito oficio emitido el 15 de enero de 2013, la Procuraduría General de la República reconoció que carecía de pruebas para confirmar los dichos de dos "testigos protegidos" -narcotraficantes dispuestos a colaborar con la justicia-, según los cuales un grupo de militares de alto rango, encabezados por el general Tomás Ángeles Dauahare, subsecretario de Defensa durante los dos primeros años del sexenio pasado (y descendiente del estratega militar de Pancho Villa, Felipe Ángeles), habían protegido al cártel de los Beltrán Leyva. Si bien la PGR aún no ha determinado qué hará a continuación, no quedan dudas de que el proceso contra los inculpados estuvo plagado de irregularidades.
Días después, en otro inesperado viraje, una mayoría de tres ministros de la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia determinó la liberación de Florence Cassez, la ciudadana francesa acusada de formar parte de una banda de secuestradores debido a su asociación sentimental con uno de sus líderes, Israel Vallarta. Una vez más, la resolución de la Corte no hacía sino señalar que los vicios ocurridos durante el proceso -en especial el montaje televisivo orquestado por la propia Secretaría de Seguridad Pública para recrear ante las cámaras una detención que había sido llevada a cabo el día previo- habían contaminado el caso de manera irreversible, volviendo imposible determinar la culpabilidad de la acusada.
Más allá del escepticismo desatado por la probable liberación de los generales, y del encono público generado por la liberación de la francesa, resulta imposible no asumir que ambos hechos, producidos en una misma semana, no constituyen lamentables excepciones en nuestro desbalagado sistema de justicia -y, en especial, en el estilo de justicia que el gobierno de Felipe Calderón se empeñó en imponer en consonancia con su "guerra contra el "narco"-, sino síntomas de una enfermedad persistente e incurable: la absoluta falta de certeza y transparencia presente en todos los procesos penales de que tenemos noticia.
Ambos hechos, tomados en conjunto, no podrían ser motivo de alegría para nadie -excepto para los propios inculpados y sus familias-, sino de vergüenza y pasmo colectivos: se trata del reconocimiento explícito, por parte de las más altas autoridades del país, la PGR y la Suprema Corte, del lamentable estado de nuestras instituciones de seguridad y de justicia. Su diagnóstico no puede ser más dramático: en aras de proclamar sus triunfos contra el crimen organizado, en ambos casos el gobierno federal no dudó en manipular pruebas y testigos, indiferente a los derechos tanto de los acusados como de las víctimas, con el único objetivo de justificar su política y de proclamar los éxitos de su estrategia.
La lógica detrás de estos dos casos -y de un sinfín más puestos en evidencia a lo largo de los últimos años- resulta tan perversa que cuesta trabajo imaginar que haya sido puesta en marcha por un gobierno emanado del Partido Acción Nacional, cuya larga historia de luchas a favor de la legalidad resulta incontestable, y por un presidente que siempre se vanaglorió de su condición de abogado de la Escuela Libre de Derecho. Insisto: lo más grave es que, a la luz de las decisiones de la PGR y de la Corte, la vulneración del debido proceso, a fin de alimentar la campaña mediática que entonces requería el gobierno, no obedece a los ánimos torcidos de unos aberrantes policías o a la miopía de unos torvos jueces, sino a una política de estado que permeó todos los escalones de nuestro sistema de justicia.
Que el Secretario de Seguridad Pública aprobase -o estuviese al tanto- de que un grupo de secuestradores era detenido de manera clandestina, sin ninguna garantía judicial, para luego ser obligados a escenificar su captura ante las cámaras, o que la Procuradora General de la República aprobase -o estuviese al tanto- de que un grupo de altos mandos del ejército era vinculado con el narcotráfico por dos testigos protegidos sin que hubiese otras pruebas en su contra, y aun así se empeñase en consignarlos, no hace sino reforzar la idea de que ambas maniobras pertenecían a una misma y calculada praxis política, indiferente por completo a las leyes básicas de un régimen democrático.
México llevaba demasiado tiempo sufriendo por un sistema de justicia torpe, lento y corrupto, en el que nadie confía y en cuyas concusiones nadie cree, pero al introducir en este escenario catastrófico la obligación de obtener resultados mediáticamente exitosos, a fin de justificar políticas públicas cuestionadas por el conjunto de la sociedad, se emprendió la demolición absoluta de nuestro estado de Derecho. No se trata, ahora, sólo de hacer pagar a los responsables de esta maniobra -aunque la justicia sólo se verá servida cuando conozcamos su papel en estos hechos-, sino de exponer y desarticular su lógica por todos los medios a nuestro alcance.
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