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El valor de la cultura

Por 7 de septiembre de 2014 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Jorge Volpi

El Fondo de Cultura Económica. Fundado en 1934 por un grupo de intelectuales encabezados por Daniel Cosío Villegas. 80 años después, es la editorial más importante de América Latina. El Festival Internacional Cervantino. Creado en 1972, en Guanajuato, donde veinte años atrás se comenzaron a escenificar los entremeses de Cervantes dirigidos por Enrique Ruelas. 42 años después, es el festival de música y artes escénicas más importante de América Latina. La Feria del Libro de Guadalajara. Fundada en 1987 por el entonces rector de la Universidad, Raúl Padilla López. 28 años después, es la feria del libro más relevante de la lengua española.

            Tres instituciones modélicas. A las que habría que añadir otras tantas. Canal 22, que empezó a transmitir en 1993 a iniciativa de un grupo de intelectuales. Un espacio televisivo único en el ámbito hispánico. El Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Instituido en 1989 y, pese a las críticas, uno de los sistemas de apoyo a la creación más amplios y eficaces del mundo. Y otras tantas que comienzan o perfeccionan su andadura. Todos estos organismos fueron creados durante la época en que el PRI era el partido hegemónico, pero, gracias a los esfuerzos de la sociedad civil y de numerosos intelectuales, políticos y gestores que pensaban más en el futuro de México que en su beneficio, consiguieron eludir su control para convertirse en auténticos pilares de la cultura -de la cultura universal. Si bien a lo largo de su historia no han dejado de verse sometidos al capricho de los gobernantes en turno, o de sus directivos, han resistido los más severos embates -piénsese en el despido fulminante de Arnaldo Orfila del Fondo- y jamás han dejado de cumplir su función: llevar la fuerza de la cultura no a las clases privilegiadas, sino a ese sector de la población que ha sabido abrirse paso hacia nuestra incipiente clase media gracias a su voluntad de superación.

            Quienes en estos días han pedido la desaparición del FCE porque en teoría sus subsidios sólo benefician a los más ricos no comprenden que, si nuestros índices de lectura son bajos, lo serían mucho más si careciéramos de él. Quienes más se benefician de los libros del Fondo -la mayor parte de los cuales jamás serían publicados por editoriales privadas-, igual que del Canal 22 o el Cervantino, son justo esos jóvenes que, sin demasiados recursos, se abren por primera vez al arte y la cultura. Justo aquellos que, a la larga, se convertirán en los más severos críticos de los males del país -y de esas instituciones. Lo que no acaba de entenderse es que la cultura no es un bien suntuario, diseñado para entretener a unos cuantos privilegiados, sino un instrumento de transformación social e individual que debe estar al alcance de todos.

            Desde hace milenios, la cultura ha sido subsidiada en todo el orbe de una forma u otra. En la antigüedad, por la gracia de mecenas y príncipes. Y, en nuestros días, por dos modelos en cierto sentido equivalentes: el uso de recursos públicos (el sistema francés extendido a América Latina) o bien las donaciones que, en virtud de las ventajas fiscales que se les otorgan, realizan los más ricos en países como Estados Unidos. Ni el Met ni el cine de arte europeo, ni la Filarmónica de Berlín ni las pequeñas editoriales francesas, ni el Louvre ni el Festival de Edimburgo sobrevivirían ciñéndose a puros criterios del mercado.

            Si algo nos enseñó la Gran Recesión de 2008 es que dejar que los mercados se autorregulen es el camino directo a la catástrofe. Y si ello ocurre en el mundo financiero, aplicar este criterio al mundo del arte sería todavía más grave. No: ni las editoriales ni las galerías ni los festivales ni los productores audiovisuales privados podrán garantizar la pluralidad que se alcanzan cuando el Estado alienta estos ámbitos en aras del interés público. Ello no quiere decir, por supuesto, que éste se adueñe de esos sectores -el camino directo al autoritarismo y la censura- sino que equilibre los efectos del mercado, estimulando a aquellos creadores, gestores e instituciones que desaparecerían si quedaran al arbitrio de la libre competencia. Los mexicanos podemos renegar sin fin, legítimamente, de la banalidad o la corrupción de nuestros políticos y administradores. Pero, si de algo podemos sentirnos orgullosos -y basta escuchar a cualquier observador latinoamericano para entenderlo a cabalidad- es de nuestras mejores y más sólidas instituciones culturales.

 

Twitter: @jvolpi

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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