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El mal absoluto

Por 18 de mayo de 2014 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Jorge Volpi

Imitando a Cristo, el padre Ángel de la Cruz humedece sus manos y las desliza en torno al pie adolescente; se detiene una eternidad en el empeine y el tobillo, y lava celosamente cada uno de los dedos, hasta que por fin se vale de la toalla que le entrega un monaguillo y deposita un beso en la piel resplandeciente del muchacho. Ésta es, sin duda, la escena más erótica -e inquietante, e incómoda- de Obedicencia perfecta (2014), la película de Luis Urquiza que pretende retratar, sin apenas enmascararlo, a uno de los mayores criminales de nuestro tiempo, el padre Marcial Maciel.

            Encarnado por un Juan Manuel Bernal tan sobrio como intenso, repugnante en su adocenada contención, el fundador de los Legionarios no aparece aquí como el hábil manipulador de multitudes o el perverso adulador de beatas, y ni siquiera como o el estafador compulsivo o el obseso depredador de jovencitos, aunque todas estas facetas se incluyan con mayor o menor fortuna en el relato, sino como el preceptor que se vale de todos sus recursos -y de todo su poder– para seducir, y luego controlar, y a la postre destruir, a una de sus incontables víctimas. Quizás ésta sea la mayor virtud del guión de Ernesto Alcocer: su voluntad de exhibir esa faceta privada y cotidiana de quien encarna, como ninguna otra figura reciente, nuestra idea del mal absoluto.

            Filmar a un villano, en especial a uno tan imperdonable como Maciel, encarna un arduo reto. Como demostró la polémica abierta por El hundimiento de Oliver Hirschbiegel (2004), que retrataba a Hitler en sus últimos días, siempre habrá quienes se muestren indignados ante la aparente "humanización" del criminal -por ejemplo al observar la cortesía que el Führer le dispensaba a su secretaria o el cariño que demostraba hacia sus perros-, como si sólo la posibilidad de que éste fuese un monstruo sin fisuras pudiese confortarnos. Pero en realidad si algo debiéramos aprender de estas recreaciones fílmicas es que Hitler o Maciel no eran muy distintos de nosotros, y que el horror que suscitan surge a partir de esa odiosa naturaleza que compartimos con ellos.

            Obediencia perfecta posee un título inmejorable: jugando con el perverso voto calcado de los jesuitas -y de los acérrimos rivales de los Legionarios, los siervos del Opus Dei-, Alcocer y Urquiza exploran con habilidad la más profunda dimensión del abuso, esa que tiene más que ver con el ejercicio del poder que con el sexo. Bernal despliega, así, una violencia sin límites contra Julián (un atónito Sebastián Aguirre), pero no sólo contra su cuerpo sino primordialmente contra su alma: la magnitud de su deseo no sólo lo lleva a poseerlo y dominarlo -en sentido casi demoníaco-, sino a apoderarse por entero de su voluntad. A corromperlo y a la poste aniquilarlo.

            La seducción adquiere, de este modo, un sentido bíblico: disfrazado de guía espiritual, Satanás tienta al inocente con el fin de que caiga como él. El proceso, descrito a través de los capítulos sucesivos de "Obediencia imperfecta de primer grado", "Obediencia imperfecta de segundo grado" y "Obediencia perfecta", supone un camino iniciático inverso, en el cual nuestro héroe se verá obligado a superar una prueba tras otra hasta transformarse en un simple receptáculo de la ignominia. Una vez que el Maligno ha alcanzado su objetivo, como una suerte de inicuo Don Juan, el sujeto devenido objeto deja de resultarle interesante y procede a buscar a su siguiente víctima.

            Si la película no ha alcanzado el éxito que se esperaba, y si multitud de críticos se han apresurado a lamentar que deje de lado el contexto en que se Maciel desarrolló su carisma o que sus dardos no se dirijan de manera explícita contra la Iglesia en su conjunto -o, de paso, contra el nuevo santo que protegió al criminal hasta su último suspiro-, se debe acaso a la sutileza teológica que subyace a su apuesta estética: un drama íntimo, casi secreto, entre el Gran Seductor que por momentos luce ávidamente enamorado y el muchachito incapaz de resistir a su asedio.

En el fondo, ninguna denuncia de los crímenes de la Iglesia, de los Legionarios y del propio Maciel resulta más vibrante que ésta: en la escena final, dolorosamente circular, el sacerdote vuelve a mojarse las manos para deslizarlas en torno a un nuevo pie adolescente, mientras Julián lo asiste con un semblante que refleja más resignación que despecho. La odiosa resignación del mundo entero frente a quien se fue a la tumba en perfecta impunidad.

           

Twitter: @jvolpi

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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