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El lapsus del Procónsul

Por 22 de septiembre de 2013 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Jorge Volpi

Un desliz. No una estrategia deliberada, ni una argucia diplomática, ni un engaño geopolítico. Un simple y llano desliz. En otras palabras, un error de cálculo. Un "argumento retórico", según su protagonista, capaz de torcer por completo la política y la imagen de su país. Y no cualquier país: Estados Unidos, la -tal vez justo hasta ahora- única potencia global. Un desliz que, al menos de momento, detuvo el bombardeo de Siria y puso en entredicho, si no de plano en ridículo, a su jefe, el presidente Barack Obama.

            Desde mediados del siglo xix se esparció la idea, sostenida con especial énfasis por Thomas Carlyle, de que son los héroes -de Jesús y Mahoma a César y Napoleón- quienes hacen la Historia, sólo para que el gran Liev Tolstói se burlase de ellos en Guerra y paz, mostrando cómo esos "grandes hombres" son incapaces de articular el comportamiento de las masas. Hoy constatamos que Tolstói se equivocaba en lo que respecta a los errores: si un solo individuo, por poderoso que sea, jamás conseguiría trastocar la Historia de forma voluntaria, un solo yerro puede lograr que ésta se vuelva en su contra.

            Pensemos en Günter Schabowski, el efímero jefe del Partido Comunista de Berlín Oriental cuando, la tarde del 9 de noviembre de 1989, afirmó en una conferencia de prensa que la posibilidad de pasar de Alemania Democrática a Alemania Federal en viajes privados era posible "de forma inmediata" -otro lapsus memorable-, provocando la caída del Muro de Berlín esa misma noche. O en el hierático secretario de Estado John Kerry quien, para salir del paso a la pregunta de un reportero, sostuvo que el régimen de Bachar el-Asad podría salvarse del inminente ataque estadounidense si se comprometía a entregar todas sus armas químicas a la comunidad internacional. "Aunque", añadió confiado, "no lo va a hacer y no se puede hacer".

            ¿Error de cálculo? ¿Improvisación? ¿Falta de tablas? No pasaron ni unas horas antes de que el astuto ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, le tomase la palabra a Kerry y propusiese un plan de desarme, rápidamente adoptado por Asad como última salida para evitar la destrucción de su arsenal bélico. El desliz de Kerry -que, si la situación no fuese tan grave, alcanzaría tintes de comedia- provocó que la decisión de Obama de atacar a Siria en represalia por el uso de gas sarín perdiese los escasos apoyos que aún le quedaban tanto entre los republicanos del Congreso como entre sus aliados europeos (baste recordar la pifia paralela del primer ministro británico David Cameron al perder la votación en la Cámara de los Comunes.) 

            De un modo u otro, lo cierto es que Obama se había colocado en una posición imposible. Tras dos años de guerra civil en Siria, en la que se cuentan miles de víctimas y cientos de miles de refugiados, Estados Unidos se había negado a intervenir, permitiendo que un variopinto grupo de rebeldes se enfrentase cada vez con menores posibilidades de éxito a las tropas del régimen. Hasta que Obama -¿en otro desliz?- decidió imponerle una línea roja a Asad: si éste llegaba a usar armas químicas, no dudaría en emplear la fuerza en su contra. Como suele ocurrir, el ultimátum apenas tardó en revertirse contra su impulsor: una vez que Estados Unidos afirmó que el gobierno sirio había empleado armas químicas en un barrio de Damasco, a Estados Unidos no le quedaba otro remedio que intervenir.

            Para entonces, todos los escenarios se habían tornado negativos para los intereses norteamericanos. Un ataque sin el aval de Naciones Unidas o la Liga Árabe no haría más que enturbiar aún más su imagen en la zona, y podría generar consecuencias devastadoras: la muerte (casi inevitable en estos casos) de numerosos civiles o, peor aun, la caída de Asad y el triunfo de un partido integrista, mucho más dañino para Estados Unidos e Israel que la dictadura laica del hachemí. Por otra parte, la falta de respuesta a la provocación siria sería vista como una muestra de debilidad -el réquiem por la última superpotencia- por parte de Irán, Rusia y China.

            Atrapado en su propio laberinto, Estados Unidos terminó por elegir el menor de los males y, aun a riesgo de mostrarse vacilante -Obama en Elsinore-, decidió apoyar el plan de Vladímir Putin, quien de pronto acabó convertido en un improbable adalid de la paz. Imposible saber si a la postre Asad cumplirá sus promesas, pero ha ganado un tiempo valiosísimo. Los otros beneficiados por la maniobra han sido Rusia y China, que han visto fortalecidas sus aspiraciones globales, así como Israel, que ha conseguido mantener el equilibrio destructor entre sus dos odiados rivales: Asad y los islamistas. Si al final Siria llegase a entregar su arsenal químico sin el uso de la fuerza, incluso Obama podría salir fortalecido. Pero, si los días de Estados Unidos como policía mundial no se han erosionado por completo por los desastres de Irak y Afganistán, el desliz de Kerry le ha hecho sufrir un golpe que podría parecer definitivo.

 

Publicado en el diario Reforma, 22.09.13

 

Twitter: @jvolpi

 

 

 

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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