
Eder. Óleo de Irene Gracia
Jorge Volpi
En su palacio en la isla de Capri, el emperador Tiberio, un vegetariano contumaz que no ocultaba su afición por el vino, celebraba orgías cotidianas en las que sodomizaba a decenas de niños y jóvenes conducidos por sus esbirros desde todos los rincones del Imperio. Según Suetonio, además de ordenar la construcción de un palacio flotante -cuyos restos fueron exhumados por Mussolini-, de nombrar cónsul a su caballo Incitatus y de asesinar a toda su familia (con la excepción del deforme Claudio), Calígula cometió incesto con sus tres hermanas, a las que luego envió al exilio. No parece casual que, más o menos en esta época, Petronio escribiese el Satiricón, una de las primeras novelas de la historia, para retratar las aberraciones sexuales de los romanos.
Tras la caída del Imperio, correspondió a los papas proseguir esta cadena de desmanes en la Ciudad Eterna: sería imposible calcular el número de hijos ilegítimos procreados por los pontífices desde la Edad Media, pero vale la pena recordar que el antipapa Juan XII fue acusado de convertir la basílica de San Juan de Letrán en un burdel; que Pablo II murió de un infarto mientras era sodomizado por un paje; o que Alejandro VI, el célebre papa Borja, presumía entre sus amantes a la hermosa Giulia Farnese (acaso la modelo de La dama del unicornio de Rafael). Más cerca de nosotros, Benito Mussolini se jactaba de su catálogo de amantes: según la última de ellas, Clara Petacci -que terminó colgada a su lado-, el Duce llegó a tener catorce a un tiempo y no dudaba en satisfacer a tres o cuatro en una misma noche.
No puede negarse que Silvio Berlusconi es heredero de una rica tradición de escándalos sexuales. Tampoco es el primer millonario en apoderarse de Italia: sólo las familias más ricas de la península eran capaces de financiar las aspiraciones cardenalicias de sus miembros, los cuales sólo optaban al Trono de San Pedro tras invertir ingentes sumas en prebendas y sobornos. Lo que sorprende de Berlusconi no es la oprobiosa mezcla de dinero y sexo sembrada en su carrera, sino la forma en que ha usado los escándalos vinculados con su fortuna y sus mujeres para seducir a sus electores.
Tras convertirse en el amo de los medios -en algún momento llegó a poseer las televisoras, radiodifusoras, periódicos y editoriales más importantes del país-, Berlusconi se transmutó en político, subvirtiendo cualquier línea divisoria entre su vida privada y su vida pública. En cuanto se volvió presidente del Consejo de Ministros, Il Cavaliere -un mote que lo emparienta con los decadentes nobles del pasado- se aseguró de mantener el control sobre sus empresas y de salir victorioso en todas las querellas que denunciaban sus conflictos de intereses. Muy pronto entendió que en nuestros días un político sólo puede conservar el favor de su auditorio si sigue las mismas reglas de los cochambrosos reality shows que producen sus canales.
Así, cada vez que Berlusconi era acosado por los jueces o la oposición, él respondía con una bravata o una salida de tono -de preferencia, de corte machista o chauvinista- que funcionaba como una cortina de humo para distraer la atención de sus auténticos delitos. Durante años los distintos líderes europeos debieron soportar sus chistes verdes, que él explotaba presentándose como un impertinente cómico frente a esos lánguidos patiños. De inmediato percibió que el público –su público- festejaba las ocurrencias de su personaje, que no tardó en someter a un extreme make-up de galán de los cincuenta: sin arrugas, con un bronceado perfecto y un cabello artificial teñido y engominado. Una figura patética que, sin embargo, le permitió conservar su raiting.
Exacerbando todos los clichés -de Don Giovanni a Casanova-, Berlusconi no dejó atrás la vindicación de su potencia sexual y muy pronto se hicieron públicas las fotos de las bacanales que, como Tiberio, celebraba en su palacio de Cerdeña, a las cuales acudían adolescentes -las velinas-, a veces sin papeles. Pero, en vez de que estas revelaciones lo destruyeran, terminaron haciéndolo más visible -y más fuerte. A la postre no terminó apartado del poder por sus desfiguros, sino por la crisis económica de la zona euro. Sólo entonces perdió la confianza de sus electores, quienes le entregaron el poder a un hábil político disfrazado de tecnócrata, Mario Monti, cuya imagen de austeridad católica es la inversa de la suya.
Pero Berlusconi no iba a claudicar tan fácilmente: pasados unos meses de drásticas reformas a cargo de Monti, hoy se presenta de nuevo en las elecciones. Aunque su triunfo parece lejano, las encuestas le conceden suficientes votos como para perder cualquier confianza en la racionalidad de los electores. Día tras día, Don Silvio I presume a su nueva novia de 28 años, comparece en las pantallas –sus pantallas- y, empleando las mismas argucias de siempre, demuestra que el gusto por la zafiedad que impulsó como magnate de los medios continúa triunfando en la política.
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