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Blasfemos y humoristas

Por 1 de octubre de 2012 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Jorge Volpi

En las primeras escenas, un grupo de fanáticos musulmanes —los reconocemos por sus hirsutas barbas postizas— destroza una farmacia cristiana, asesina a una muchachita con un crucifijo y saquea un rústico set virtual que intenta parecerse a una barrio egipcio. A partir de allí, un padre de familia copto explica a sus hijos la “verdadera” historia del Islam, según la cual Mahoma era blanco y rubio, y poseía el mismo nivel intelectual y emocional de los protagonistas de American Pie. Realizado con los recursos televisivos de los años setenta y con una panda de comediantes improvisados que no ocultan la chacota, Inocencia de los musulmanes, el video que ha desatado la furia de los auténticos fanáticos —y que le costó la vida al embajador estadounidense en Bengasi, Christopher Stevens— ha sido reproducido 14 millones de veces en YouTube al momento de escribir estas líneas.

 

            Lo primero que sorprende, por supuesto, es que una farsa tan lamentable y chapucera, llena de gags estúpidos y burdas provocaciones, sea capaz de provocar tanto odio. Si ese era su objetivo, lo ha logrado con creces: las manifestaciones se han sucedido en todo el orbe islámico —contra Estados Unidos en su conjunto, como si Obama o Hillary Clinton fuesen sus orgullosos productores—, mientras un conjunto de líderes árabes ha solicitado a Naciones Unidas reintroducir el delito de blasfemia (¿y los azotes?) y el siempre ocurrente presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, declaró en Nueva York que boicoteará la ceremonia de los Oscar, acaso pensando que Inocencia… está nominada en la categoría de “mejor filme antiislámico del año”.

            Desde una perspectiva laica, el asunto no admite vuelta de hoja: por indignante que pueda resultarle cualquier parodia, incluso una tan barata como ésta, a una comunidad religiosa, nada justifica los destrozos y las muertes. El problema radica, claro, en que buena parte del planeta aún vive fuera de la modernidad —incluyendo, para aumentar la confusión, grandes sectores de Estados Unidos— y considera que insultar a sus dioses es peor que insultar a sus madres. La reacción de estos creyentes puede parecernos primitiva, pero no carece de lógica: dado que para ellos su profeta es tan real como sus familias, se rebelan contra un sistema —ese fantasma llamado Occidente— que no prohíbe la blasfemia y no condena a sus practicantes.

            Cuando las revueltas aún no se habían agotado, la publicación de un nuevo paquete de caricaturas de Mahoma en la revista satírica parisina Charlie-Hebdo vino a “echar aceite al fuego” (palabras de sus detractores que la revista no tardó en convertir en una nueva caricatura). Previendo un viraje de la ira hacia sus ciudadanos, el gobierno francés se vio obligado a desalojar sus misiones diplomáticas en los países árabes y, limitando otro derecho humano esencial, prohibió las manifestaciones de protesta convocadas por los musulmanes de Francia. Según explicaron los editores del semanario, la libertad de expresión está por encima de cualquier consideración —incluida la mera prudencia— y por eso desoyeron las recomendaciones de posponer o suspender su publicación.

En Francia, cuna y adalid del laicismo, no existe en efecto el delito de blasfemia: uno puede burlarse de cualquier dios sin ser molestado. Pero tampoco es verdad que la libertad de expresión sea absoluta: si, con humor o sin él, alguien se atreve a negar el Holocausto, puede acabar en la cárcel. La cuestión no es, pues, tan simple: si los legisladores decidieron castigar a los negacionistas en virtud de la discriminación sufrida por el pueblo judío —y estuvieron a punto de aumentar a la lista el genocidio armenio—, ¿no aciertan los líderes islámicos al exigir un tratamiento similar? Por ello, los únicos límites a la libertad de expresión deberían ser el respeto a los demás seres humanos (vivos) y la prohibición de incitar directamente al crimen.

            En la medida en que defienden verdades absolutas, todas las religiones —es buen momento para resucitar a Marx— adormecen la conciencia crítica y están reñidas con el humor (parafraseando a Nietzsche, “yo sólo creería en un dios que supiese reír). Por desgracia, de unos años para acá, en especial a partir del derrumbe del comunismo, se ha impuesto la tendencia políticamente correcta a respetar las creencias ajenas sin cuestionar sus bases o principios. De hecho, numerosos estados promueven su renacimiento, conscientes de los réditos políticos que extraen de la fe. Igual que el nacionalismo, otra de las grandes amenazas de nuestro tiempo, la religión es un resabio ancestral que, con su alud de dogmas y fantasías, no hace sino privilegiar las diferencias y alejarnos de la auténtica tolerancia. La única solución viable a los desafíos de los fanáticos consiste en promover en todas partes el sentido crítico —y una de sus grandes herramientas: la sátira— en abierto desafío a la solemnidad, y el mal humor, de papas, popes, pastores, imanes y rabinos. 

 

twitter: @jvolpi

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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