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Acteón y los cínicos

Por 20 de enero de 2013 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Jorge Volpi

Cuenta Ovidio en las Metamorfosis que cierto día Acteón trepa por un cerro y, al internarse entre unos matorrales, atisba la repentina desnudez de varias jóvenes, una de las cuales resulta ser Diana, la veleidosa Artemisa de los griegos. Al verse descubierta, la púdica e iracunda hija de Júpiter transforma al intruso en ciervo y deja que los sabuesos de éste -Melampo, Icnóbates, Pánfago, Dorceo, Oríbaso, Lélape, Nebrófono, Terón, Ptérelas, Agre, Hileo, Nape, Pémenis, Harpía, Ladón, Dromas, Cánaque, Esticte, Tigre, Alce, Leucón, Ásbolo, Lacón, Aelo, Too, Licisca, Hárpalo, Melaneo, Lacne, Labro, Agriodunte, Hiláctor, Melanquetes, Teródamas y Oresítropo- le den caza al impertinente cazador. Los canes no tienen clemencia: según el poeta, muy pronto la jauría "hiende en su cuerpo los dientes, y faltan lugares para las heridas." Y añade: "Por todos lados lo rodean y, hundiendo los hocicos en su cuerpo, despedazan a su dueño".

 

            Desde la Antigüedad abundan las historias de perros salvajes que, desconociendo su naturaleza doméstica, se lanzan en contra de sus propietarios. Más cerca de nosotros, en Un grito en la oscuridad (1988), basada en el caso de la australiana Linda Chamberlain, Maryl Streep es acusada de asesinar a su pequeña hija Azaria cuando en realidad ésta ha sido devorada por un dingo. Todos estos relatos encierran el miedo ancestral a que el "mejor amigo del hombre" regrese a su estado primigenio y se convierta en una fiera como tantas. Por ello, los perros que atacan a los humanos pertenecen a la peor categoría de criminales: los traidores.

            La enloquecida trama de la "jauría de Iztapalapa" no escapa a estas referencias míticas: como en el relato de Acteón -recreado en la luminosa pintura de Tiziano o en la delicada ópera de Charpentier-, la acción ocurre en el Cerro de la Estrella, una zona mal urbanizada que, debido a la criminalidad y el abandono, parece haberse revertido a su estado natural. Tampoco suena a coincidencia que ésta sea la delegación más brava de la ciudad ni que desde tiempos prehispánicos esté asociada con diversos cultos femeninos -o con los rituales satánicos y la brujería denunciados en estas estrambóticas semanas.

            Lejos de estas resonancias, el asunto se muestra como una fábula, más a la manera de La Fontaine que de Esopo, en la que se concentran todos los problemas de la justicia en México. Primero, un crimen: cuatro cadáveres -uno de ellos de un niño de brazos, como la australiana- con la carne destrozada. Pese a que los vecinos alegan no haber escuchado ladridos, las autoridades señalan como culpable a una banda (una manada) de perros salvajes. Con la eficacia que la caracteriza, la policía se apresura a realizar una desmadrada serie de arrestos (de redadas) sin esperar los resultados forenses ni recabar el perfil de los acusados. La tragedia se decanta en farsa cuando las redes sociales exhiben que los mordelones sean responsables de atrapar a otros mordelones: una vez más, criminales y policías no se diferencian.

            Sin limitarse a los confines de Iztapalapa, las autoridades detienen a medio centenar de cánidos sin preocuparse por establecer si tienen dueño. Incluso el flamante jefe de Gobierno presume la captura, como si se tratara de un grupo de narcotraficantes, aunque apresurándose a aclarar que el capo (el macho alfa) permanece prófugo. Desoyendo sus derechos -si no respetan los humanos, ¿cómo iban a preocuparse por los animales?-, la policía encierra a los detenidos para realizarles las pruebas periciales que comprueben sus delitos. De inmediato, las asociaciones protectoras de animales denuncian los abusos policiales y el trato inhumano recibido por los detenidos.

            Por último, en un giro que, de no ser por la gravedad de los casos previos, movería más a la indignación que a la solidaridad, no tarda en aparecer un movimiento cívico, jalonado por las redes sociales, llamado #YoSoyCan26, que exige la inmediata liberación de los presos. Como ocurre una y otra vez, las autoridades reconocen que han capturado a inocentes -en otro chiste fácil, se alega que los culpables quedan libres al pagar una mordida– e invitan a la sociedad a adoptarlos. (En una nueva pifia, los trámites para hacerlo resultan indescifrables). A estas alturas, la confusión replica la de todos los casos policíacos humanos presentados en los últimos años ante la opinión pública, y a la postre nadie sabe lo que en verdad ocurrió en Iztapalapa. 

            Frente a esta exhibición de los vicios de nuestro sistema judicial, quizás resultaría mejor imitar a Diógenes, uno de los grandes filósofos cínicos –cinis significa "perro" en griego"-, y entregarles linternas a nuestros policías para ver si con ellas pueden distinguir a los culpables a plena luz del día. Y, si ni siquiera así los capturan, habría que recomendarles que, en una mínimo acto de justicia poética, al menos se decidan a bautizarlos con los nombres que Ovidio adjudicó a los sabuesos de Acteón.

 

twitter: @jvolpi

 

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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