
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Rioyo
Yo vi escupir al joven Leopoldo María Panero. No era ya tan joven, siempre fue algo mayor, casi un lustro, de alguien tan mayor cómo yo. Y además tenía una cara que anunciaba que con el tiempo se podría ir pareciendo a Antonin Artaud. Siempre me impresionó. Cuando era un veinteañero, ya era uno de "los novísimos", y era el autor de esa entrada de la modernidad en nuestra poesía que se llamó "Así se fundó Carnaby Street". Queríamos ser ingleses y pop. También queríamos ser parisinos y descreídos ácratas del Barrio Latino después de las juergas del 68. Y, por supuesto, queríamos ser de Nueva York, llevar chicas al hotel Chelsea y fumar algo con Nico. Pongamos que nos quedamos en Madrid, sin que nadie nos pueda quitar nuestras escapadas.
Leopoldo, salvo aquellas juveniles fugas londinenses y los paseos parisinos- algunos vimos en directo- siguió escribiendo, sufriendo, viviendo, bebiendo y recorriendo España de manicomio en manicomio. Hasta la lucidez final.
Nunca le han abandonado las iluminaciones, a pesar de su adicción a la coca-cola y otras adicciones, ha seguido siendo el poeta lleno de rabia y luz. Un poeta que escribe sobre su padre, sus dioses, sus demonios, sus ruinas y sus patrias malqueridas. Un español a su pesar que acaba de publicar su último libro. Gracias a Calambur- y gracias por José Luis Puerto, Pilar Paz Pasamar y ese poeta del que hablaremos llamado Juan Carlos Mestre- por atreverse con "Escribir como escupir" de Leopoldo María Panero.
Y escupir, escribir poemas como éste:
"La vida es solo una estupidez y dichos de un idiota.
De un idiota que solo sabe rezar
Y de un mar sin cabeza
Hecho solo para caer como el viento
Sobre el rito de la página,
De la página en blanco,
De la página"