
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Rioyo
Alguna vez habíamos paseados por sus ciudades tan peculiares, tan propias, tan diferentes a muchas de las que habitan nuestros poetas. También conocíamos alguna de sus prosas. Además de seguirle como personaje de Vila Matas pero nunca como ahora se nos había acercado de forma tan transparente. Está Francisco Ferrer Lerín, que de él estoy hablando, en lo que uno imagina como plenitud. En esas cotas de excelencia que deben tener alguna vez el poeta y su voz. Su lengua de arena nos invita a tumbarnos con este libro y ver pasar pájaros, vidas, nubes, cielos y cientos volando. Paisajes urbanos, paisajes desérticos, ejidos o claros del bosque por dónde faunas y floras cercanas y extravagantes se pasean o se quedan.
Como un cuaderno de bitácora, mejor, como un cuaderno de campo de un ciudadano que dibuja el campo y la ciudad se pasea con sus armas cargadas de palabras este poeta, ni fámulo, ni señor. Poeta que acaba de publicar su libro más abierto y amparador. Se llama «Fámulo», en esa colección de paganismos poéticos y otras espiritualidades que se llama «Nuevos textos sagrados».
Estos días, con empacho de televisión en casa, con melancolía por otros mitos y otros ritos no he parado de recordar uno de los poemas de Ferrer Lerín. Lo copio como regalo de pascuas
«Nunca nadie vio ni pudo imaginar que un día
aciago, sin señalamiento
especial, un día que vale ya
por una era, eso que llaman
sistema de valores, la vertebra-
ción de nuestras vidas, ¿para ellos
también fue pues
así?, la cara
extrema, de fealdad
total, horripilante, vulgar-eso es,
vulgar-
ocupara nuestros hogares,
durmiera
en nuestros lechos.
¿Qué oscura trama? Desmedida
ambición
por destronar las reinas: veo
a Ingrid Bergman,
a la princesa Gracia, por no avanzar
más, y a aquellos hombres,
volviendo a Notorious, Louis Calhern, Claude
Rains, e incluso
el algo insípido y envarado
Cary Grant y me estremezco al comprobar la tropa
que invade: un tal Tosar,
tratante sin duda en casquería, Resines
tendero de la esquina, y las féminas
como una Seseña, otra Padilla y otra Baró, jefa,
ésta, de una chabola donde la mugre
del amontonamiento causa furor en las audiencias. Fue Somerset
Maugham quien nunca pudo acostumbrarse a la humana fealdad.
Que suerte haber, amigo, alcanzado ya
la definitiva paz.