Félix de Azúa
No recuerdo dónde leí hace poco, seguramente en una antología con el lomo pelado, una de esas que hace veinte años compré en la estación ferroviaria de Oxford, pero que nunca leí porque en el trayecto me encontré con otro profesor del departamento, Eric Leery-Stout, un hombre resabiado, de malévolo ingenio, y ya no dejamos de hablar sobre la escasa sutileza de los colegas hasta llegar a Victoria Station, pero era un cuento americano (que era americano lo recuerdo perfectamente) en el que alguien recordaba a aquella chica con carita de muñeca, muy atenta con todo el mundo en la ventanilla de la universidad, pero con una pierna más corta que la otra, a la que su padre acompañaba cada año al baile de Primavera o de Fin de Curso (eso no lo recuerdo) y se sentaban ambos en un banco, junto a la pared, y allí estaban toda la noche mirando con una expresión de atenta curiosidad a la gente y a las parejas que bailaban, e intercambiaban a veces comentarios sobre alguna de las preciosas muchachas vestidas con ligeros trajes azules y amarillos, o los movimientos tan torpes como encantadores de los chicos más deportivos de las clases superiores, y así transcurría la velada hasta que poco a poco la sala iba quedando vacía de modo que se levantaban sonrientes, el padre estiraba un poco los brazos como a veces hacen los perros, y aunque jamás, en siete años que viví allí, nunca nadie, jamás, jamás, la invitó a bailar, salían comentando jovialmente lo bien que lo habían pasado y lo bonitas que eran estas fiestas y lo amables y guapos que eran los jóvenes del instituto y qué buena noche hace, qué te parece, ¿vamos caminando hasta casa?, ¿te ves con ánimo?, ¡qué dices, papá!, pero ¿acaso me tomas por una inválida?, ¡cariño, si yo soy el tullido…!, y oía sus risas tan bien entonadas como los dúos de la radio alejándose hacia la oscuridad, mientras la noche se cerraba sobre el pueblo como un enorme manto de olvido y caía luego sobre mi de repente.