Félix de Azúa
El domingo voté en un rincón del colegio Virgen del Amor Reincidente donde nos apiñábamos como piojo en costura después de hacer una cola futbolera. Las papeletas estaban todas juntas en un rimero clavado al muro y nos dábamos de codazos para encontrar el montón deseado. Seguimos votando como en tiempos de Pericles. La modernidad no ha llegado a la democracia, máquina carísima, invasiva, arcaica que se atascará un día de estos.
Luego comí con amigos de cerebro de alta gama. Dos de ellos iban para senadores, pero su primer proyecto era la supresión del Senado. Constatamos que nada de lo que suceda en la política española nos es ajeno, pero también que nada nos produce mayor escepticismo. Este asunto está en trance de liquidación. Pasamos a hablar de cánidos, bovinos, cérvidos, equinos y demás hermanos oprimidos por los defensores de los animales.
A las ocho de la noche atendí a las encuestas a pie de urna que dan las cadenas. El resultado fue peor de lo esperado. El país será un caos: nadie puede pactar una mayoría suficiente. España habría alcanzado a Cataluña en viva la Pepa o alsa Manela. A las 23.00, bizco de tedio ante la plasta (¿o el plasma?), oí al espiritual ministro del Interior recitar resultados por comunidades autónomas. Apasionante. De todos modos, ya daba lo mismo: España será, en frase de Felipe, como Italia, pero sin italianos. O sea, con pepinos griegos y maduros.
El lunes, radios y diarios lo confirmaron: han perdido todos. Los grandes se han hundido y los pequeños no llegaron donde esperaban, pero estamos en España así que los jefes aúllan un triunfo indudable. ¿Dimisión? ¿Se escribe con zeta? ¡Tendremos Rajoy y Sánchez todos los días, misericordia divina! ¡Qué muerte tan lenta nos espera!